Los Buenos, Los Íberos, Fórmula V, Los Mitos, Shelley y Nueva generación, Los Beta, Henry y los Seven, Los Ángeles, The end. Todos estos grupos pop e incluso el cantante folk Ismael, son eliminados en una carrera a contrarreloj para representar a España en el festival internacional de la canción, organizado por Mundocanal. Que se olviden los certámenes Eurovisión o la OTI porque la pandilla formada por Patty, Gasset, Rosco, Antonio, Justa y Judy, la líder, se unen desde su cuartel de operaciones, la tienda de discos donde se trabajan pero apenas venden un solo vinilo. Que se esperen los cantantes aflamencados o los artistas melódicos. La tropa de Judy solo permitirán que actúen los Pop tops con el tema que más les guste tocar.
El género musical siempre circula de ida y vuelta, entre bambalinas o pantallas de cine. Los éxitos de las tablas se traducen luego en imágenes. Aunque también recorren el camino inverso, desde el guión cinematográfico hasta el libreto teatral, o son producciones permeables que coinciden en el escenario y la sala de cine. Es lo que ocurre ahora con «Para hacer bien el amor hay que venir al sur», en el teatro o Explota, explota en el cines. Los dos son estrenos que recurren a las canciones popularizadas por Raffaella Carrá para desarrollar sus respectivas historias. Un repertorio famoso, propicio a la participación improvisada del público, en estos tiempos aciagos de karaokes enmudecidos por el uso de mascarillas higiénicas.
La reciente película de Nacho Álvarez justifica el musical por la sucesión de coreografías, actuaciones, ensayos y reformulaciones de los éxitos de la estrella italiana, en una comedia romántica con personajes que trabajan en programas de variedades televisivos durante la década de los setenta. Mientras que la cincuentenaria ópera prima del ya desaparecido Iván Zulueta, puede ser un reflejo de las derivas musicales a finales de los años sesenta, tanto en el medio cinematográfico como en la industria discográfica.
Un, dos, tres… al escondite inglés parece considerada como la otra película del mítico Iván Zulueta. La menor, la que resulta simpática pero no le dotó de su aura de leyenda ni de autor maldito. Y resulta curioso que las razones de subestimarla dependan del género al que pertenece, la comedia, así como de las condiciones de producción, la exhibición posterior y demás prejuicios.
El largometraje surge como un encargo de José Luis Borau a partir de su productora El imán, compañía con la que fecundó casi su filmografía completa el autor aragonés, además producir títulos como los de Zulueta, Mi querida señorita de Jaime de Armiñán o Camada negra de Manuel Gutiérrez Aragón. Esta es la experiencia del maestro que, por razones coyunturales del sindicato de directores, figura también como director del film, aunque ya se presenta como una película de Iván Zulueta en los créditos de inicio del largometraje.
La obra, sin más rodeos, es un catálogo de varias formaciones musicales punteras del panorama pop, rock, psicodélico y progresivo del año 1969 que, por avatares de la distribución y exhibición de la cinta, quedaron en suspenso hasta que la película pudo estrenarse en 1970. Y su reestreno posterior, en plena movida, el año 1982, sin el reconocimiento previsto para una época más abierta al impacto de la cultura popular. Las razones —tal vez inexactas o parciales— pueden ser que las mayor parte de los grupos cantaban en inglés, algo mal visto para el grueso de los oyentes en los años sesenta y ochenta —no había canciones en ese idioma entre los grupos españoles de Vigo, Barcelona, Madrid, Euskadi ni Granada hasta principios de los noventa—. Otros motivos serían el cosmopolitismo que demostraban músicos y personajes del Un, dos, tres… al escondite inglés respecto a la tendencia popular de vocalistas, cantautores en ciernes o propuestas melódicas contemporáneas.
Por supuesto que lo que caracteriza a este trabajo es el estilo marcado por las inquietudes culturales sesenteras de Zulueta, su visión del cine como divertimento pero bien atado en la plasmación audiovisual, en la que los números musicales tienen sentido y entidad propia. Porque siendo sus autores conscientes, ya desde un guión improvisado por el director junto a Jaime Chávarri, que consigue una lógica narrativa en su heterogeneidad, muestra una sucesión de buenas canciones en un estilo más vibrante o más cercano a la balada que son interrumpidas con gracia por las escenas ficticias de los personajes en sus atentados —pueriles en ocasiones— a cada uno de los grupos que van eliminando de la competición por representar a España en el concurso de Mundocanal. Estos interludios de comedia pura que transcurren durante todo el metraje, permiten por su apariencia inofensiva varias críticas sociales que ahora se amplifican gracias a la inoperancia de los propios censores del año 1969. Las alusiones a una sociedad burguesa y pija que dominaba la economía, cultura y política no se ocultan ni en el propio conjunto de los protagonistas. Y mucho menos en secuencias como esa en la que Antonio se hace pasar por crupier, para sacar información a tres mujeres de la alta sociedad, cuando en realidad ejerce casi como un gigoló. Otras manifiestan el contraste entre la España de provincias frente a las de las grandes poblaciones, ejemplificada en el segundo tercio del metraje con Tina Sáinz, con su personaje homónimo de provinciana que quiere ser cabaretera, que resulta ser una sosias de los papeles que interpretaban Lina Morgan, Gracita Morales o Concha Velasco en años anteriores y futuros. La festividad de la banderita, esa excusa de la beneficencia para sanar conciencias sucias…
El largometraje queda como una obra única que no tuvo reflejo en intentos posteriores como los vehículos fallidos del estilo ¡¡¡A tope!!! y las incursiones de Manuel Summers para Hombres G en los años ochenta. Zulueta ya tenía experiencia con su revista cultural Último grito, programa de la Segunda Cadena de Televisión Española, del cual extrae numerosos recursos. Aunque lo más importante sea el tratamiento específico en las escenas musicales, tan avanzadas que se pueden ver como videoclips separados de cada grupo de los que aparecen en el metraje, con un ritmo más pausado según sea más lento o vibrante cada tempo melódico, y con preponderancia de los vientos y teclados por encima de las formaciones guitarreras. También con respeto y socarronería a la filmación de La Tarara en la interpretación paródica del propio Ismael, o con un sentido del humor en las escenas de ficción y los ‹playbacks› que dotan de fuerza cómica contagiosa al conjunto. Hay momentos sublimes como esa muestra de que algo cambiaba y todo seguía igual que antes, siguiendo el paseo atrevido de los cuatro componentes melenudos del grupo The end en su paseo por la Gran Vía madrileña, ante la mirada perpleja e indignada de los transeúntes. O la secuencia de inicio con el Mentira, mentira de Vainica doble ejecutado por los alaridos de una discípula de Rocío Jurado.
Nos quedamos finalmente anclados en la esperanza que teníamos, como espectadores y cinéfilos, de la posibilidad de una próxima película de Iván Zulueta después de Arrebato, esa tercera que nunca llegó a realizar.