La patente irrealidad que se desliza de un onírico escenario en los primeros compases de Todos los colores de la oscuridad sirve como vía articular para desplazar la mirada hacia el subconsciente, uno de esos recovecos de la mente donde los terrores tanto propios como subyacentes se elevan a una nueva dimensión desde la cual desplazar lo tangible. Ese horror es, quizá, uno de los puntos más recurrentes a partir de los que el cine de género ha conjugado sus efluvios, haciendo del elemento surreal una pieza indispensable a partir de la cual leer aquello que nos atemoriza y, por tanto, configura una realidad más frágil. En ese contexto se encuentra Jane, la protagonista de uno de los films más emblemáticos de Sergio Martino (Torso: Violencia carnal, La perversa señora Ward), cuyas recurrentes pesadillas y visiones acerca de un hombre de fría y azul mirada que sostiene un puñal la llevarán a buscar soluciones ante la ausencia prolongada de su marido y la falta de un asidero que la ayude a poder interpretar o encajar esas imágenes que la atormentan y que conectan directamente con una traumática experiencia pasada.
Todos los colores de la oscuridad se advierte así como un ‹giallo› sumergido en el fantástico cuya raigambre deriva en un abanico tan sugerente como amplio que dota a la propuesta de un fascinante embalaje, tanto gracias al libreto escrito a seis manos, como en especial a la presencia de un Martino que imbuye de carácter a la propuesta en lo visual: de esos juegos focales que refuerzan un componente (ir)real capaz de desplazar los propios matices del relato, a una sugestiva puesta en escena que pone en liza los elementos propios del género; todo ello, además, acompañado por un empleo del sonido, que se percibirá como un recurso clave en el momento de generar esa inquietante atmósfera de la que goza por momentos el film, espoleada también por una gran banda sonora (de reminiscencias propiamente “giallescas”) de la mano de Bruno Nicolai (que trabajara años antes con otros cineastas como Jesús Franco o Juan Bosch). No se comprendería, pues, sin la mano de Martino, una propuesta que alcanza su cénit en un tan convulso como enajenado tercer acto que sirve, en esencia, como dibujo de una situación inestable, la de ese personaje central interpretado por una fabulosa Edwige Fenech que comprende ya no únicamente la esencia del mismo, sino también de una cinta articulada con la destreza necesaria.
Quizá en su debe se encuentra el hecho de no aludir a esa vía quimérica que con tanto tino esboza Martino, dejando pues la conclusión en parámetros más probables cuando, hasta en una de sus últimas escenas, denota ese jugueteo febril y psicológico que habría otorgado otro cauce al film, pero lo cierto, y vistos los ingredientes que dispone el relato, es que Todos los colores de la oscuridad maneja a la perfección todas las aristas del mismo logrando cohesionar una narrativa de la que se deslizan ciertos atisbos de complejidad, pero sin embargo Martino sabe conjugar con habilidad; a ello, se ensamblan piezas capitales como la creación de ese amenazador personaje interpretado por Ivan Rassimov, los visos de esa atmósfera que aparece a regañadientes —y es que, ni mucho menos, la propuesta de Martino parte de ese componente como percutor, sino que lo ejecuta en muy determinados momentos— y un atinado montaje desde el que concebir certeras elipsis que pulen, más si cabe, esa narración.
Este atípico ‹giallo› se dispone como una de las piezas indispensables del género gracias a la habilidad innata en esa profusión genérica que, lejos de abarrotar el relato y restarle efervescencia, compone un mosaico cuyas imágenes, si bien no imborrables, cuanto menos dotan de la personalidad necesaria a uno de esos paradigmas del cine italiano de terror, no tanto por la ruta articulada como por un ejemplar empleo de recursos que no está al alcance de cualquiera.
Larga vida a la nueva carne.