La aproximación del cine de género a esa mitología popular que habita en los parajes más inhóspitos de la orografía norteamericana siempre ha generado films desde los que ocasionar sugerentes matices, si bien habitualmente considerados menores por su carácter de ‹monster movies›, ese reducto que, incluso dejando gemas a la altura de grandes cineastas, han sido relegadas a un segundo plano casi por su condición como tal; basta con tomar a modo de ejemplo la particular aportación de Bobcat Goldthwait a la temática en la genial (y, cómo no, denostada) Willow Creek, donde además de rendir cuentas a la leyenda de Bigfoot, trazaba una inteligente sátira sobre ese carácter fabulador evocado por la sociedad americana.
En ese grupo se podría encontrar precisamente el cuarto largometraje del inconfundible productor Larry Fessenden —de su sello han salido títulos ineludibles del cine independiente como La casa del diablo, Darling o Most Beautiful Island—, que también se ciñe a la leyenda —en este caso, a través de la figura del Wendigo, a la que ya habría recurrido en su film inmediatamente anterior, Escalofrío— para trasladarnos a una base situada en una región ártica cuyas condiciones parecen estar experimentando un extraño cambio; una premisa, por el hecho de estar centrada en tales confines, que bien podría retrotraer al espectador al clásico dirigido a inicios de los 80 por John Carpenter, La cosa, pero que sin embargo bien pronto desplaza sus miras en torno a un ejercicio puramente psicológico en el que, si bien los roles de poder otorgan cierto juego al relato, todo parece dominado por un contexto cuyo carácter se torna más indómito todavía ante esa descripción realizada por sus personajes, derivando la propuesta hacia un eco-terror desde el que comprender las claves del trabajo que nos brinda Fessenden.
Todo ello es reforzado por una realización desde la que introducir, además, un elemento sobrenatural —el relacionado con ese espíritu que irá cercando la narración de modo casi imperceptible— esencial para el desarrollo de The Last Winter; así, mediante los planos aéreos que parecen sobrevolar el campamento, otorgando una concepción distinta al film, el neoyorquino desplaza esa vertiente psicológica a un terreno irreal donde la alienación se persona para dar forma a un horror alejado de lo tangible. Ello no implica ni mucho menos que la cinta de Fessenden encuentre nuevos estímulos en lo desconocido, sino más bien que logra resignificar ese territorio psicológico, aportando otros matices desde los que moldear un conflicto que, si bien no se propone como motor del relato, sirve para forjar el tono de una cinta que se maneja a la perfección en dicho contexto. Y es que es a través de esa mirada donde el autor de Habit logra componer con trazo firme una crónica conocida en cierto modo, pero dotada de la personalidad necesaria. Tras ella, destaca el manejo del plano, cuyo pragmatismo incluso logra disimular en alguna ocasión (que no siempre) sus palpables carencias a nivel económico.
Quizá The Last Winter pierda firmeza en un último tercio donde Fessenden decide optar por la (pura) vía genérica que, pese a enlazar más de una estampa curiosamente inquietante, no conjuga del mismo modo los efluvios de ese terror más tangible que sí propone en su último acto; un defecto de forma que el cineasta logra sortear aludiendo a un insólito carácter lírico capaz de recomponer su discurso y dotarlo de un sentido específico. Un desvío que, por extraño que pueda parecer, funciona, y además enlaza con una secuencia conclusiva —que recobra, curiosamente, esa raigambre genérica del tercio final— cuya decisión en el cierre no podría ser más oportuna, resaltando al mismo tiempo la habilidad de un cineasta que sabe manejar los recursos que dispone con inteligencia, pues muy pocas veces un fuera de campo había tenido la significancia que cobra en The Last Winter.
Larga vida a la nueva carne.