Mujer, que vives del desprecio de tu marido y sus cuernos, un día te dispones a resolver esos problemas drásticamente para así encontrarte con una vida mejor, más placentera, junto a tus hijos y tus sueños, y firmas el divorcio. Adiós a los infelices que no comparten otra cosa que su infelicidad y bienvenida la alegría individual aún contenida. Ahora las notas de tu melodía cambian y tus pasos al andar son más calmados y seguros. El optimismo ha aparecido derivado de enfrentarte al miedo de tomar las riendas de tu vida y lograrlo bien, sin mirar atrás, salvo por cuestiones de custodia.
Entonces, en tu mejor momento, con la madurez a flor de piel, lloras sin saber por qué, porque la vida sigue siendo dura, a solas, pero nunca sola. Escribes poemas que, te dicen, exageran la realidad, pero todos los que escuchan te los quieren publicar. Todo va bien. Y de repente empiezas a sentirte mal, enferma, y la vida, una vez más, se transforma alrededor, esta vez de forma trágica y, temes, también irreversible y agresiva.
Es el cáncer. El puto cáncer, claro. Y esto es Pechos eternos (Chibusa yo eien nare). Una mujer, escritora, madre, esposa, ex-esposa, amante, amada o vecina, lo que se quiera, a la que diagnostican un cáncer de mama mientras trata de reconstruir su vida en adulta soledad. Ahora toca plantearse la existencia. Todo lo que dejas atrás, lo que dejarás delante y no verás, lo que has comenzado y nunca acabarás, el amor, la felicidad, todo lo que tienes o no has conseguido, el valor de las cosas y tu vida, lo que supuestamente eres y no serás, salvo que salgas de esta, y entonces la preocupación de tener que volver a enfrentarte a esa lucha una vez más, en el futuro, si vuelve a aparecer, cosa tristemente habitual.
Pero también la idea y la intención de aprovechar cada momento, como si así pudiéramos llegar a retenerlos, todos esos momentos, arriesgarnos para ser eternos, recordados y queridos, como si nunca nos lo hubiéramos planteado. La muerte que, al existir, nos genera ganas de llegar a ser algo destacado, aunque eso consista únicamente en dormir con alguien a tu lado.
Por eso los dramas que hablan de la muerte son tan sentidos, porque buscan cierta profundidad, generalmente, y eso también los convierte en fallidos, muchas veces, porque es difícil equilibrar todos los puntos a tratar en estos casos. Qué es lo más importante, lo que uno debería ver, cuando se dan estos casos. Qué le puedes decir a una persona que acaba de descubrir que tiene un cáncer, o qué se puede hacer. Y llega el proceso clave, hay que curarse (si aún hay tiempo). Siempre hay tiempo.
Una gran virtud, dentro de las muchas que tiene Pechos eternos, es que cuando llega ese momento, el de la asistencia médica, vemos varias perspectivas, dentro de una sola. La protagonista nunca es abandonada en su cuarto, ni en el hospital, siempre tiene a algún otro enfermo a su lado, y estos van rotando, acabando con las esperanzas. Otra virtud, la música, romántica, alegre o triste, grave e intensa, otras veces angustiosa, todo según el momento lo requiera; invasiva como un cáncer o una operación; como la radiación, necesaria en estos casos, y así es su música, hasta la tarareada.
Kinuyo Tanaka (Oharu para los amigos como Kenji Mizoguchi), es aquí la directora, y muestra no sólo buen hacer, al oscilar entre los momentos dramáticos y los más agradables con ligereza y cierto lirismo nunca exagerado por la banda sonora, sino también una lógica comprensión por el personaje principal y por todos aquellos que pivotan a su alrededor. Los cambios de escenario y los puntos de vista, sobre todo las diferentes conversaciones que se dan durante toda la película, muestran una gran cantidad de reflexiones sobre la enfermedad y sus afluentes, siendo clave el amor y la poesía aquí, en 1955.
Tanaka falleció a los 67 años debido a un tumor cerebral. ¿Habría cambiado la perspectiva de este film de haberlo dirigido entonces, poco antes de morir? Esta obra, rodada cuando tenía 44 años, ya es bastante honesta y reflexiva, sin mostrarse densa o aburrida en ningún momento, pero quién sabe qué pasa por las cabezas cuando llega ese momento y se hace tan presente. Es algo que preferiría no saber, obviamente, aunque quizás recordó un extracto de Pechos eternos —a su vez escrito por Fumiko Nakajo, en quien se basa la cinta— y pensó: Después de morir volaré ligera a todas partes.
Eso hace sentirte menos desgraciado.
¿Y la película? Bonita, emotiva y melancólica, como una despedida, o como ver marcharse a tu pareja por la puerta a través de un espejo, y que de repente esta se gire para observarte una última vez. Recomendable, vaya, como todo el cine japonés, hasta el más malo o raro. Eso se sabe antes de verse. Porque si uno tiene que soportar tantos terremotos, aislado en unas islas, yo también me volvería loco y no lo estaría. Sólo ofrecería otro punto de vista ante la vida.
Creo que se me ha metido algo en el ojo.