Quizá uno de los grandes handicaps del cine de terror contemporáneo sea atraer la atención de un espectador que, ya sea por lo manido del género, por lo complejo que puede llegar a ser manejar con maestría sus códigos (tanto visuales como conceptuales), o incluso por la dificultad que puede contraer reformularlos, no siempre encuentra los incentivos necesarios. Y es que lograr aquello que han conseguido cineastas como David Robert Mitchell o Ari Aster (sin ser este último devoción de quien esto escribe) en el prólogo de títulos como It Follows o Midsommar no sólo no resulta fácil, es además un claro paradigma sobre cómo sugestionar con pulso y talento la atención del respetable. Es, aunque salvando las distancias con los casos citados con anterioridad, ello lo que consigue precisamente el debutante en ficción David Prior con esta The Empty Man, cuya magnética y vigorosa introducción sirve tanto para empezar a desgranar las claves de ese talentoso manejo del tempo y de una sólida dirección, como para otorgar al espectador una sugestiva premisa desde la que partir.
Lejos de anticipar con ello unos firmes mimbres desde los que desarrollar el relato, si por algo destaca The Empty Man es por el modo en que distribuye y administra la información: de un enigmático periplo por los montes del Himalaya que deja caer una extraña incógnita, nos traslada a una misteriosa desaparición relacionada con el caso de una singular invocación a través del soplo a una botella vacía; un vaivén explicativo que encontrará su asidero en la investigación iniciada por el protagonista, James Lasombra, tras esa citada huida de la joven Amanda Quail, y que trasladará el film a los parámetros del thriller de investigación cuya basculación, no obstante, quedará marcada por un horror en cierto modo abstracto, que si bien obtiene paulatinamente cierta definición en esa búsqueda emprendida por el personaje interpretado por un convincente James Badge Dale, siempre encuentra aristas desde las que trasladar un desconcierto que funciona a la perfección dentro de los engranajes administrados por Prior.
The Empty Man es, pues, capaz de construir bajo la apariencia de un thriller de viejo cuño —en su estructura o las decisiones que toma no se encuentran, a prori, elementos novedosos o distintivos—, un film que teje imágenes cuyo horror anida en el subconsciente, como si estas no dejasen de ser parte de los mecanismos desarrollados para describir ese, en parte, indescifrable contexto en el que se mueve el protagonista; y es que si bien todo aquello que describe Prior parece tener un cauce racional, tangible, en algunos momentos no se elude la construcción de secuencias que parecen adscritas a un imaginario surreal que no deja de bordear el relato desde los primeros compases del film. Y es en ese imaginario, precisamente, donde The Empty Man consigue despojarse de una sensación de visto/conocido que, quizá se persona en su excesivo (sobre todo, desde lo formal) final, pero sabe hacer del trabajo de Prior al menos un vehículo personal desde el que trasladar los terrores propios a terreno fértil. Algo que no muchos consiguen y que, pese a los palpables defectos de la ópera prima del cineasta —más allá de resultar visible la falta de medios, quizá restarían determinados detalles congregados en su impetuoso tramo final, o en un apartado dramático cuyo desarrollo termina siendo un tanto insignificante—, The Empty Man logra con suficiencia, siendo además capaz de suscitar temas o dotar de distintas capas al relato sin la necesidad específica de cerrar todos y cada uno de los cabos sueltos; y es que probablemente en esa cualidad resida el gran triunfo del film de David Prior: saber contemporizar y trasladar al espectador con exactitud al terreno deseado, concibiendo así uno de esos films de género que, por suerte, termina escapando a toda idea preconcebida.
Larga vida a la nueva carne.