De entrada, una película como The Devil’s Doorway puede inspirar cierta pereza en el aficionado al cine de terror. Por una parte, porque se adscribe a un subgénero, el del ‹found footage›, que para muchos está quemado o en serio declive; por otra, porque lo hace mediante una historia de posesiones demoníacas y cultos satánicos en el seno de la Iglesia que tampoco inventa precisamente la rueda. Sin embargo, el debut de la norirlandesa Aislinn Clarke salva estos serios escollos haciendo varias cosas bien. Para empezar, prescinde de esa textura digital excesivamente nítida que ha marcado la mayor parte de las propuestas de metraje encontrado de los últimos años. Ambientada en 1960, cuando dos sacerdotes son enviados por el Vaticano a investigar la posibilidad de un milagro en un convento que acoge a jóvenes descarriadas y vulnerables, la cinta aprovecha el contexto para trabajar con imágenes en 16mm y un formato cuadrado cuyas posibilidades expresivas explota con destreza, elegancia e inteligencia. Al igual que en la muy recomendable (pero poco apreciada en general) 1974: La posesión de Altair, la estética ligeramente granulosa y retro otorga a la narración un toque extrañamente artesanal que funciona de forma modélica la mayor parte del tiempo, generando una atmósfera de misterio que combina lo bello y lo siniestro con resultados muy sugestivos. Por otra parte, va al grano con admirable decisión, evitando uno de los pecados más recurrentes dentro del subgénero: hinchar el metraje con morralla para cubrir los 90 minutos de narración. Clarke, en unos apretados 75 minutos, no deja espacio para que el tedio y la repetición se infiltren en el relato, y eso se agradece enormemente.
Otro elemento reseñable de esta pequeña película reside en su capacidad para insertar elementos de denuncia social sin que la parte terrorífica quede menoscaba. Como si el Peter Mullan de Las hermanas de la Magdalena se hubiera pasado al cine de terror, aquí tenemos una historia llena de ribetes trágicos (chicas maltratadas y violadas, infantes vendidos y asesinados…) que trazan una panorámica siniestra de la Irlanda ultracatólica de los años sesenta. Sin embargo, Clarke acierta al no volcarse en esta parte tan dramática, e incluso al enturbiarla con rasgos más ambiguos ligados a lo demoniaco, mientras revela lo aterrador que ha resultado siempre el imaginario y la iconografía cristianas, algo que el cine de terror en su vertiente religiosa ya había demostrado con creces. Si a esto sumamos interpretaciones tan convincentes como la de Lalor Roddy, que interpreta al sacerdote principal, tendremos una ficción compacta y muy bien pergeñada, con una recreación de época creíble y una habilidad notable para combinar la reflexión con el más genuino escalofrío terrorífico (a fin de cuentas, a eso hemos venido todos: a disfrutar pasando miedo). Por supuesto, se le puede echar en cara haber sido poco inventiva a la hora de diseñar la historia, cuyos giros más o menos puede uno adivinar con facilidad. Pero se compensa por el buen hacer de su directora, que, en mi opinión, contribuye con esta humilde aportación a dignificar un subgénero usualmente muy maltratado, quizás sin percatarse de hasta qué punto sus rasgos más diferenciales (la textura verista-documental y la perspectiva subjetiva) han contribuido a potencia, refinar y reinventar la experiencia terrorífica.
Haciendo balance, cualquier aficionado al cine de terror debería prestar atención a The Devil’s Doorway, película que sí, es cierto, tiene algunos elementos un tanto genéricos y convencionales, pero que supone en su conjunto una grata sorpresa. Una obra bien rodada y ambientada, amena, seductora en sus formas (oscuras y fascinantes), capacitada para capturar lo sobrenatural con tanta sutileza como efectividad (la calma tensa y la atmósfera lúgubre conviven sin problemas con sobresaltos más genuinamente palomiteros), y con carga crítica en su columna vertebral. Formaría una jugosa sesión doble junto a la reciente El abismo del infierno, otra notable muestra de cine demoniaco que celebraba el Mal con ímpetu casi wagneriano. Celebremos nosotros, a su vez, que aún haya directores empeñados en llevarnos al lado oscuro con las herramientas cuasi mágicas (¿diabólicas?) que el cine pone a nuestra disposición.