El terror continúa encontrando nuevos rincones a través de los que expandirse, y la pantalla, conformada como parte de un todo, como elongación de una realidad cada vez más palpable en ese medio, se percibe como una nueva perspectiva en la que volcar no únicamente las características propias de un género en constante crecimiento; además de todo ello, hay cuestiones inherentes a una plataforma proclive a fomentar la reflexión propiciada por como nos desenvolvemos e interactuamos en la misma.
Esa base, que este mismo año ya había sido explotada en Searching, vuelve a tomar forma en Eliminado: Dark Web —secuela de Eliminado (2014)— permutando la tensión sostenida en el debut de Aneesh Chaganty, trasladando al espectador del thriller al cine de terror. Lo propuesto por el film de Levan Gabriadze cuatro años atrás, sin embargo, había dejado precisamente un año antes otra ópera prima, del hasta aquel entonces cortometrajista Zachary Donohue, que constituye en The Den un mosaico donde la reflexión expuesta por el mismo medio y los escarceos con el horror la convertían en un interesantísimo ejercicio a partir del cual encontrar nuevas vías con las que conectar nuestro día a día.
The Den parte así de lo que sucede en la pantalla del ordenador de Elizabeth, una joven que recibirá una subvención para llevar a cabo un estudio en torno a las distintas interacciones realizadas mediante un programa que usa el mismo título del film. Con una praxis de lo más sencilla, donde introducirnos en el particular periplo de la protagonista y conocer las distintas relaciones que conforman su vida no resulta difícil, Donohue se mueve en un espacio que no permite arrojar demasiadas virtudes en el marco donde transcurre debido a la acotación del mismo y a la delimitación que surge alrededor de una herramienta como el plano. No obstante, el cineasta consigue sortear los obstáculos de un terreno extraño, atípico, potenciando una puesta en escena que sobresale en especial gracias a su utilización del sonido —trampeando, claro está, el contexto propuesto, y añadiendo en algún momento banda sonora ambiental— y al empleo de una iluminación que por si sola pergeña atmósferas capaces de otorgar un plus al resultado, incitando un tono que no siempre se deduce de sus imágenes, y que alimenta ese relato que irá enturbiándose y tomando derroteros más misteriosos a medida que avanza.
Quizá por el devenir de la crónica expuesta, The Den no encuentre con facilidad un territorio en el que asentar ese tono del que hablaba, pero no cabe duda de que Donohue va construyendo, soterradamente, los cimientos de una historia que nos llevarán a paradero desconocido. Para ello, se apropia de algunas claves genéricas, incentivando marcos como el del ‹slasher›, con la particularidad de que quien asiste a los distintos crímenes cometidos no es sólo el espectador en la típica narrativa omnisciente, también es dado el caso la protagonista, que percibe (prácticamente, exceptuando algún instante que servirá como detonador) la misma información que el público.
Más allá de la vertiente que describe el cineasta, resulta sugestiva la disertación realizada en torno a las redes, donde nada es lo que parece —es curiosa esa expropiación de una realidad falseada por el usuario, que termina deviniendo en falsa ficción—, pero además observamos como la privacidad queda expuesta (y hasta manipulada) en un terreno que se supone íntimo y acotado, pero del que se extraen conclusiones realmente jugosas. La desaparición del anonimato, comprometido en ocasiones por la red, ya no sólo fomenta una desaparición de algunas de las supuestas “ventajas” que podía acarrear un medio como este, además descubre la ventana a un terror que, siendo tangible, resulta también más terrenal. Ya no hablamos de la parte más genérica de The Den, esa en la que se recurre a la exposición de un aparente asesino y sus crímenes, sino del simple hecho —también sugerido— del control de la información y la privacidad en un contexto lo más cercano posible a lo personal.
Todo aquello que prepara Donohue, tanto en esa manifestación acerca de lo que predispone la red, como en una trama que, a ratos, parece ir a caer en saco roto por lo que propone, se rubrica en un último acto donde se ejecuta una ruptura necesaria —de la pantalla del ordenador, que ya había dejado de serlo en algún momento, pasamos incluso a cámaras de seguridad— que nos desplaza hacia el ‹found footage› con la pericia necesaria. Aquellos espacios que en un entorno más palpable ya habían proyectado cierta mutación, se convierten en su tramo final en un destiladero del mal rollo y la turbación necesaria como para exponer las consecuencias de un ejercicio que se aleja de lo presumible. Es así como en su última secuencia —en la que se ejecuta otra ruptura, tan insólita como interesante—, The Den logra cerrar un discurso en el que la fina línea que nos separa de aquello que, en el fondo, disfrutamos viendo, se diluye de forma deliberada en una de esas conclusiones tenaz por su contenido, pero también por el modo de quebrantar en el momento exacto el pacto con un espectador que deja de serlo, y no precisamente por la aparición de esos títulos de crédito que marcan el término del film.
Larga vida a la nueva carne.