Hace pocas fechas afirmaba a un amigo cinéfilo que nadie había conseguido plasmar el vacío existencial con tanta maestría como Harold Pinter. Y es que sin duda al dramaturgo británico le debemos algunos de los más clarividentes y visionarios estudios sobre el carácter asfixiante, tétrico y terriblemente achacoso que ostenta en su esencia un ser humano atrapado en una red de engaños, artificios, corrupciones y apariencias reflejada en una sociedad inmersa en su propia derrota y desesperación. Una sociedad no apta para establecer interrelaciones de confianza y mucho menos para dejar brotar el amor y la fe en el prójimo. Para Pinter el ser humano es una amenaza para sí mismo. Un peligro que acecha esperando a su presa de forma sigilosa para capturarla de forma parasitaria absorbiendo las bondades de esos incautos que se dejan encandilar por las artes de fina cacería promulgadas por esa mayoría silenciosa y erudita cuya vida no es más que un enorme agujero negro colmado de vacío y fatalidad.
Los personajes surgidos del imaginario de Pinter no son para nada un nicho de virtudes. Porque para el británico la vida en sociedad no es más que un espejismo a nuestro servicio que únicamente sirve para esconder la infelicidad y atenuar nuestros instintos primarios y primitivos, los cuales surgirán de manera espontánea con el simple contacto con un elemento objeto de nuestros más profundos deseos. Así, las ansias de libertad, de vivir la vida sin compromisos ni ataduras, el riesgo que supone abandonar la comodidad ligada a la rutina y la repetición monótona de las mismas tareas —ya sean estas laborales, familiares o afectivas— explotarán de forma consciente para vertebrar unas historias que se antojan cercanas y próximas e igualmente escalofriantemente ambiguas, hecho que transforma a las obras de Pinter en todo un decálogo acerca de la condición humana más subterránea y demoledora para deleite de todos los que amamos visualizar esa cara oculta que encierra la forma de actuar y pensar que todos exhibimos en nuestro más profundo ser.
En este sentido discurre una de las películas menos conocidas de este genio de las artes escénicas, la demoledora The Caretaker. Esta no es una película al uso. Su origen teatral la delata y ello sea quizás el motivo que la ha postergado a un más que injusto segundo plano en los gustos populares de una cinefilia que suele huir de todo aquello que respira a teatro convertido en cine. El primer punto que refleja la ascendencia teatral de la obra se percibe en la presentación de la cinta, donde un cartel nos anuncia que la misma ha sido posible gracias a la colaboración como mecenas de una serie de primeras espadas de la escena británica (entre los que se encuentran Richard Burton o Elizabeth Taylor) sin cuya inestimable ayuda el film no podría haber salido a la luz.
La película adapta la obra teatral homónima ideada por Pinter que fue estrenada en 1960 en las tablas londinenses con Alan Bates, Donald Pleasence y Peter Woodthorpe como protagonistas. En la cinta tanto Bates como Pleasence repiten roles, si bien se sustituye a Woodthorpe por un frío y magistral Robert Shaw en uno de los papeles más memorables y tétricos de su excelente carrera. Lo primero que llama la atención de la cinta es su total austeridad y minimalismo, huyendo de todo tic cinematográfico para por contra aspirar todas las bondades de una representación teatral. Estas son: magníficas interpretaciones, escenarios interiores y asfixiantes, pocas localizaciones exteriores que simplemente se emplean para insertar una especie de transición entre acto y acto y sobre todo una fotografía precisa y milimétrica (a cargo del gran fotógrafo y posterior realizador de culto Nicolas Roeg) que penetra en la psicología de los personajes gracias a la colocación de la cámara en el lugar oportuno, aprovechando los escuetos espacios interiores de la habitación donde tiene lugar el noventa por ciento de la historia.
Como en toda buena obra de Pinter, el guión se apoya en la simple contemplación del nacimiento de una hetedoroxa relación de amistad protagonizada por unos seres marginales y solitarios para verter un poderoso alegato contra el ambiente enfermizo y malsano que impera en esas inhumanas grandes ciudades occidentales, esbozando a partir de los únicos tres personajes que protagonizan la cinta (sí, como buena obra de teatro hecha cine la película solo cuenta con este trío como elenco de actores) esas relaciones de poder parasitario, apropiación psicológica, miseria interior, insatisfacción existencial, soledad congénita y corrupción tan del gusto del dramaturgo autor de El sirviente.
La película arranca mostrando la llegada de forma sigilosa, como si de un ladrón se tratara, a una destartalada casa sita en un cochambroso y marginal barrio londinense de un extraño personaje cuya identidad desconoceremos en un principio. Se trata de Mick (Alan Bates) un joven curioso y observador que parece conocer la habitación que ha ocupado a hurtadillas, extrañándose de la dejadez, desorden y atípica decoración que parece adornar el reducido habitáculo al que ha arribado. Acto seguido la cámara viajará al exterior para presentarnos a los otros dos personajes de la trama inmersos en una surrealista conversación únicamente dialogada por un desaliñado y deslenguado vagabundo que parece responder al nombre de Bernard Jenkins (Donald Pleasence) al que acompaña un silencioso y tímido compañero —mucho más aseado si bien afectado por algún tormento interior— llamado Aston (Robert Shaw).
Ambos personajes parece se conocieron en un bar, despertando la verborrea y el descaro de Jenkins las simpatías del reservado Aston. Tras una larga caminata el dúo aterrizará en la casa que había sido previamente ocupada por Mick, si bien el mismo se ha escondido en una habitación anexa a la espera de acontecimientos. Tras divagar sobre asuntos sin importancia, Jenkins mostrará como única obsesión y objetivo del encuentro poder adquirir un par de zapatos con los que sustituir a su maltrecho calzado, indicando a su colega que bajo el pseudónimo de Bernard Jenkins —adquirido en virtud de la tarjeta sanitaria que usurpó a su verdadero beneficiario— se esconde realmente un galés sin techo que acaba de perder su trabajo llamado realmente Mac Davies. No pudiendo satisfacer la necesidad de calzado de su recién conocido amigo, Aston ofrecerá a su colega vagabundo que pase la noche en el minúsculo hogar donde reside ofreciéndole la destartalada cama donde dormía su madre.
Entre conversaciones cotidianas descubriremos que bajo el rostro de Jenkins se halla un ser marginal, racista —mostrando un enfermizo odio hacia los vecinos hindús que moran el barrio— con un pasado oculto ligado al robo que le ha conducido a la vagancia laboral y al abandono tanto de amigos como de familia. Mientras Aston se revelará como un autómata que no se altera por nada, frío como el hielo y sin sangre en las venas al que la vida parece importarle menos que un saco de mierda. Únicamente parece perseguir un fin en la vida: construir una especie de albergue en el jardín de la casa para colmar un anhelo de su infancia. Para ello ofrecerá a Jenkins un trabajo como vigilante de la casa.
Pero un grano irrumpirá en la cara de Anton para obstaculizar su objetivo. La invasión en su mísero hogar de su hermano Mick que hará acto de presencia incomodando el tranquilo y casi inhumano discurrir de la vida de su fraternal pariente. De este modo surgirá una batalla a tres por el reinado del mugriento y mísero hogar donde cada parte jugará sus armas para tratar de atraer hacia su frente la alianza de un Jenkins que será empleado como juguete de guerra entre dos hermanos poseedores de personalidades claramente antagónicas con viejas cuentas que saldar.
La película es una auténtica maravilla de principio a fin, ofreciendo como si de un sainete teatral se tratara todas las virtudes y bondades que ostenta el universo de Harold Pinter: personajes marginales y extremos, orfandad interior, lucha de poderes, soledad existencial y miseria analizada desde una perspectiva íntimamente introspectiva gracias a la localización de la obra en espacios interiores, plenos de podredumbre psicológica y enfermedad. La cinta teje gracias a su cosmos asfixiante un micro hábitat donde explotarán todas esas insatisfacciones, traumas pasados y, porque no decirlo, locura que se encierra en la cara oculta del ser humano pendiente de brotar en cualquier momento. Clive Donner pone toda la carne en el asador consintiendo que las letras de Pinter se apoderen del ambiente, dejando de lado cualquier intento de mostrar su pericia narrativa a nivel cinematográfico. Pues una de las virtudes de The Caretaker es su ausencia de fuegos de artificios. No hay trampa ni cartón. Su poder se sustenta en unas magnéticas interpretaciones localizadas en un espacio escueto, libre de adornos y distracciones, siendo la propia historia la espina dorsal que insuflará el hechizo preciso al espectador para hipnotizarle con su teatro del absurdo y fino humor negro al servicio de una trama demoledora y enérgicamente desesperanzadora.
Y es que The Caretaker muestra de forma afilada e inteligente ese mundo hostil construido en base a las apariencias y engaños no apto para la realización propia ni tampoco para la satisfacción de nuestras aspiraciones de felicidad. Un mundo oscuro, sombrío y solitario donde la vida se basa en una mero intento por sobrevivir cada día sin morir en el intento y en el que el encierro en una cutre y destartalada habitación parece resultar la única vía de escape para evitar ser herido por los avatares a los que tenemos que enfrentarnos en eso que se hace llamar discurrir normal de la vida. Una sociedad vertebrada por la incomunicación, la desgracia y la incapacidad del ser humano de establecer relaciones de correspondencia afectiva, reflejados en el rostro de ese Aston que vive en un shock perpetuo desde que de pequeño sufrió una terapia de electrochoque por un problema cerebral detectado cuya solución se convirtió en su auténtico problema. Sin duda esta es una de esas películas que no merecen pasar desapercibidas.
Todo modo de amor al cine.
Buen artículo. Gracias.