Ahora que Hideo Nakata está explorando sus grandes éxitos en el cine para la que ha sido su última película El juego prohibido, nos encontramos con uno de sus más antiguos colaboradores. Una de sus películas imprescindibles es Dark Water, que junto a Ringu fue exportada el cine norteamericano para disfrute de aquellos que desconocían todavía el ‹J-horror›. En su guion surge el nombre de Yoshihiro Nakamura, quien ya había compartido trabajo con Nakata en la comedia Last Scene y que practicó sus habilidades en el terror japonés con una de esas historias de lugares comunes, donde hay mujeres fantasma y agua en todas partes.
Unos años más tarde encontraba la oportunidad de escribir y dirigir The Booth, que implementaba los temas clásicos de ‹J-Horror› en la actualidad a través de las ondas sonoras en esta ocasión. Para ello la culpa va tomando forma radiofónicamente a través de una especie de ‹flashback› que nos transporta a un evento pasado a través del blanco y negro, destacando el elemento sobrenatural con un toque de color, uno de esos antiguos teléfonos de mesa que servirá de contacto con el más allá. Con ese potente inicio con un toque negrísimo y señorial que invita a pensar en otros modos de comunicación damos paso a una actualidad hiper-iluminada que parece rodada a través de cámaras de seguridad y que nos invita a visitar un estudio de radio con todos los medios contemporáneos.
Aumentan las pistas de audio, mejoran los micrófonos y se sintetizan con agudeza los sonidos, pero los programas radiofónicos punteros siguen anclados en esa constante charla en la que el mayor éxito se lo lleva quien comparte impresiones directamente con su público. Es un espacio seguro donde instaurar el terror y más uno con las características del que tanta fama ha aportado al cine nipón, y es que la radio es un medio único para promover el sonido de aquello que no se puede ver. Nos movemos en un espacio único que se alimenta a través de los recuerdos que evoca el protagonista, un tirano presentador que evoluciona su energía a través de los misterios que visten la noche. La película nos hace partícipes de su programa diario, uno en concreto donde tratar momentos embarazosos en historias de amor. Con la habitual energía que se le presupone a un japonés en las ondas, nos centramos en las muecas, comentarios y soltura del director de orquesta mientras la cámara nos va haciendo partícipes de los movimientos de sus compañeros. Pronto las interferencias se vuelven protagonistas y, sin necesidad de recurrir a elementos externos, la inquietud toma forma sonoramente.
Teniendo en mente siempre el inicio del film, las historias que van narrando los interlocutores nos muestran a un tiempo el temperamento del protagonista fuera de antena. Cuanto más real es el esbozo que conseguimos del joven, más sobrenatural devienen las coincidencias con las que se van atando cabos. Conociendo sus habilidades como guionista, Nakamura realiza un sobreesfuerzo en el texto por encima de las nociones visuales que nos acompañan. Los silencios, igual que los extraños sonidos, están pautados para que el hecho de no salir de una misma estancia no pese en ningún momento. Es cierto que los mitos de ‹J-horror› están cogidos con pinzas, pero su escasez se equilibra con el oportunismo, sabiendo cuándo cada elemento debe ser utilizado para conseguir el verdadero efecto. No hay sustos, pero sí una tensión constante que deriva en un ejercicio atrevido y renovador sin necesidad de abusar de los rincones comunes del género. La paranoia es eficaz, y el efecto del pasado, más que oportuno.
Al final, un desenlace previsible no implica una decepción, cuando se expone de un modo en el que parece que la justicia sobrenatural debe tomar partido, teniendo en cuenta que el hombre solo, a través del cristal, necesita una oleada de realidad que le ponga en su sitio. Y sí, los japoneses siempre eligen el método más radical cuando es posible. El terror también está en las ondas y la historia siempre se repite.