En una noche lluviosa, los conductores de un camión paran a comer en un pequeño restaurante de ramen. Allí conocen a Tampopo (Nobuko Miyamoto), una mujer viuda de mediana edad que tiene problemas para sacar adelante el negocio y se enfrenta a la presión de venderlo ante uno de sus vecinos. Gun (Ken Watanabe) y Gorô (Tsutomu Yamazaki) deciden ayudarla a mejorar su cocina y el local después de enfrentarse a los matones del lugar. No es casualidad que el argumento de Tampopo (Jûzô Itami, 1985) recuerda al de innumerables westerns —de hecho toma de referencia principalmente la estructura de Shane (George Stevens, 1953)—, para parodiar durante todo su metraje los códigos de distintos géneros y clichés fílmicos hollywoodienses, así como los propios de la cultura japonesa. Su secuencia inicial ya es abiertamente metatextual: un grupo de miembros de la yakuza entran en una sala de cine y uno de ellos interpela al espectador rompiendo la cuarta pared. El gánster habla de lo molesto que resulta la gente que come en el cine o hace ruido con los envoltorios. La presentación de los camioneros es a través de la lectura de un libro en el que se ríe del ritual de consumo del ramen con un maestro que enseña paso a paso la forma correcta de hacerlo.
Estas escenas aparecen como digresiones a lo largo del filme, a modo de gags que parodian la relación de los japoneses con la comida y la gastronomía. Pero también para establecer un contraste irónico entre ellos y las diferencias en las costumbres con los occidentales: un grupo de mujeres comiendo espagueti, unos oficinistas pidiendo a la carta en un restaurante francés, una mujer que entra en una tienda toqueteando todos los productos… Como si se tratara de una cinta de los Monty Python —a lo The Meaning of Life (Terry Jones, 1983)— el relato central se ve interrumpido por estos sketches que siguen temáticamente las ideas principales de la película y los exploran de formas inesperadas. Como el caso del mafioso de blanco y su novia, que recrean escenas sexuales y cuya relación vemos progresar a través de distintos instantes, que bien podrían estar sacados de un melodrama típico y exagerado, en los que lo culinario se mezcla con lo afectivo y trágico, generando una subversión en el tono que produce un notable efecto cómico. También encontramos la parodia de elementos típicos de las producciones deportivas o de artes marciales aplicadas a la restauración, con Tampopo llevando una cazuela de un lado a otro del restaurante, repitiendo pasos de la cocina o corriendo mientras sigue a Gorô en bicicleta.
Estas breves secuencias surgen de la trama principal y de sus mismos espacios y personajes, cruzándose con otros y llevando la acción a otro lugar. Esto hace que se perciba como un universo propio dentro de la ciudad, en la que conviven múltiples individuos e historias interrelacionadas con puntos de contacto mínimos. El ejercicio de reflexividad cinematográfica está presente de manera constante en un relato principal en el que Gorô hace alusiones directas hacía sí mismo comparándose con un director de cine y la labor que realiza en el restaurante como su película. Una película en la que se van sumando nuevos personajes que aportan diferentes cualidades para mejorar distintos aspectos del ramen —el caldo, los fideos, la carne de cerdo— pero también influyen en la actitud de Tampopo. Una actitud que se mediatiza por su mejora en sus técnicas culinarias con la urgencia de salvar su negocio, pero que también destaca en su efecto recíproco. Cuanto más mejora en sus recetas y desenvoltura en la cocina, más progresa en su carácter y manera de enfrentarse a la vida con la ayuda de los demás. Una moraleja sencilla que conecta con las aspiraciones simples de sus protagonistas y encuentra su corazón en la imposible relación amorosa de un camionero solitario, que debe seguir su camino, y una mujer que logra cocinar ramen tan bien como cualquier hombre.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.