La realidad siempre supera a la ficción, más si cabe cuando se intenta dar un sentido fabulado a cualquier hecho real reproducido en el cine. Pocos años después de la conocida como la “tragedia de los Andes”, René Cardona vio la posibilidad de llevar el accidente aéreo más conocido de la historia de la aviación, aunque sea ¡Viven! de Frank Marshall (1993) la película más recordada sobre el tema, y que más fama dio a la historia de sus supervivientes. Ahora J.A. Bayona rememora la historia desde un punto de vista más cercano a la realidad con La sociedad de la nieve, y nos hace recordar ese primer acercamiento ficcionado de lo que los pasajeros del vuelo 571 sufrieron durante 72 días en la nieve.
René Cardona, que en 1976 (año de la producción) contaba ya con 71 años, cargaba a sus espaldas películas de toda índole: desde el western a las aventuras, pasando por su etapa interesado en el ‹wrestling›, con Supervivientes de los Andes encontraba el interés internacional más por la temática de la película, todavía acompañada del impacto social que generó el relato de los supervivientes, que por la calidad del conjunto conseguida. Basada en una de las primeras novelas publicadas sobre el accidente, Survive! de Clay Blair Jr., la película tiene ese tono afectado de quien quiere ser muy fiel a la realidad en la que se basa, con una voz en off que se potencia al inicio del film, pero que se va disipando cuando el drama toma las riendas. Esta misma nos avisa de estar ante una historia real y de haber modificado los nombres de los personajes, además de concretar las fechas de lo ocurrido. A partir de aquí llega la intención de entretener, impactar o emocionar a través de los diálogos e interpretaciones de sus protagonistas.
Sin conocer el presupuesto de la película, podríamos decir que los recursos técnicos eran más bien escasos, aprovechando siempre que fuese posible primeros planos y disfrutando de oleadas de nieve creadas a partir de porexpán y unos escenarios que variaban entre el blanco impoluto y una ensanchada estancia que simulaba el interior de los restos del avión, que contrastaba con la intención de dar voz a los familiares que fantaseaban con la posibilidad de que todavía estuviesen vivos en algún lugar de las montañas.
De algún modo se intenta dar protagonismo a la gran mayoría de pasajeros del avión, así como sus tripulantes, en unas primeras escenas antes de subir al avión (con comentarios bromeando sobre posibles desgracias de manera inconsciente) y escuchando pequeños extractos de conversaciones que permiten situar a cada personaje que nos obligan a pensar en la fatalidad que sobrevendrá. Tras una detallada escena del impacto, donde hierros, sangre y confusión toman forma, le sigue una etapa en la que Cardona se centra en dos cosas: resaltar las duras condiciones en las que sobreviven con gélidos sonidos que nunca dejan que el silencio tome forma e introducir el tema de la antropofagia de un modo “respetuoso” que no termina de cuajar, porque al darle tanto protagonismo y grafismo, parece ser lo único que interesa narrar. Cada vez que se insinúa la posibilidad, el director nos ofrece largos silencios y barridos de los rostros de los implicados, para enfatizar y tal vez empatizar con la situación vivida. Del mismo modo, parece que Dios está presente en todo momento, rompiendo un poco las reglas del cine hollywoodiense, por lo que no es tan importante el heroísmo como la conexión con la fe y el perdón para los protagonistas.
Supervivientes en los Andes no es una película inolvidable, pero sí respetuosa con las víctimas de tamaña catástrofe, donde hay mucho cine e intención lacrimógena (el tema tratado da para ello) pero también un interés por no dejar de lado ningún apartado remarcable de esos 72 días en la nieve, pese a que la fluidez hacia el final queda un poco de lado, resultando algo más episódica, como si René Cardona hubiese puesto el piloto automático durante el rodaje. Aún así el sensacionalismo no es tan notable como en ¡Viven! y la película queda como un retrato sencillo y emocional del grupo, sin olvidarse de los que sobrevivieron ni de los familiares de quienes no pudieron volver, en una aventura poco usual y, para qué negarlo, también oportunista cuando las heridas todavía no habían podido cicatrizar.