La sátira ha sido un recurso muy utilizado por el cine estadounidense para ridiculizar a algún actor político, especialmente cuando el país está en medio del ambiente electoral. Este motivo también ha servido para establecer una crítica a determinadas convicciones y comportamientos de la sociedad norteamericana y de algunas de sus instituciones.
Silver City (2004), de John Sayles, es un ejemplo fidedigno de estos postulados. Chris Cooper encarna en este filme a Dicky Pilager, un candidato a gobernador de Colorado muy limitado en su preparación, pero con opciones de ganar por el trabajo impetuoso de su jefe de campaña y, sobre todo, por el respaldo que tiene de poderosos personajes locales. Para muchos, las similitudes de Dicky con la figura de un ex-presidente norteamericano de la época, que también fue gobernador de un estado, resultan obvias.
Pero cualquier intención por ahondar en el protagonismo del singular candidato Pilager, es infructuosa por la tendencia del filme de ubicar también la atención alrededor de una corriente policial que se origina en la investigación que realiza un ex-periodista, con intenciones políticas, sobre el caso de un inmigrante mexicano que ha sido encontrado muerto en un lago.
El problema de la estructura de la película es que no logra sustentar una historia sólida en cualquiera de sus dos vertientes: la sátira política y el thriller, lo que hace que se tornen confusos muchos de sus tramos y que el resultado global de la producción tenga desniveles que le perjudican en su enfoque cinematográfico.
Se aprecia un interés un tanto tangencial por abordar las duras realidades que les toca vivir a los inmigrantes en una zona minera estadounidense, donde el guardar silencio ante la injusticia se torna necesario para evitar la deportación. Del mismo modo, se observa cierto grado de denuncia a la afectación a la naturaleza por las prácticas de explotación de metales en la ciudad, pero se lo hace de una manera muy superficial.
Si consideramos la connotación política de la película, se podrían destacar algunos momentos donde el discurso simplista y rutinario del candidato desnuda su improvisación y cierta falsedad en las intenciones.
Basta con rescatar el momento en el cual él, de manera firme, expone mensajes trillados ante un grupo de periodistas sobre cuáles serían sus prioridades si asume el poder, donde siempre se ubica la economía, la salud, la educación y la construcción de carreteras; pero sucumbe nervioso, dudoso y “cantinflesco” ante una simple pregunta: ¿Qué no le es prioritario?
Las alabanzas a la libertad, incluido el derecho a portar armas, también es resaltado en el lenguaje del candidato fílmico que, incluso, llega a ubicar dicho valor en el polémico contexto de la conquista del Oeste americano que sobrepaso una “frontera salvaje”.
Se destaca además el grado de confrontación y ataque existente en el discurso político que defiende grupos económicos en contra de los ecologistas, a quienes se acusa de ser demagogos que están afectando «la cosecha de las riquezas».
Y es que el candidato, sin tapujo alguno, promete a los votantes darles felicidad y ruega que no lo juzguen por sus promesas sino por las obras que dejará para la posteridad. Es en este contexto de ofertas supremas, en el que John Sayles logra un acertado efecto cinematográfico cuando usa la cámara para que, por sí sola, desvele el cínico momento con imágenes reveladoras de las “grandes obras” del ser humano cometidas en la naturaleza.
La pasión está también en el cine.