El reciente estreno en pantallas españolas de la última película de Martin Scorsese supone una estupenda oportunidad para rescatar y reivindicar una de las obras maestras del cine japonés de los setenta, la adaptación cinematográfica de la legendaria novela de Shusaku Endō que llevó a cabo uno de los grandes maestros de la nueva ola del cine japonés de los sesenta: el sensei Masahiro Shinoda. Aún no he podido ver la propuesta vertida por el genio neoyorquino, si bien parece que las reacciones que ha suscitado son bastante divergentes. No obstante, creo que la mejor forma de reseñar el Silencio de Shinoda es desde la virginidad de una obra cuyo poder propio es más que suficiente para seducir a cualquier aficionado a ese cine introspectivo, ensimismado y de puro autor característico del universo que fue capaz de tejer el maestro Shinoda, quizás el cineasta más próximo al ropaje hilado por Kenji Mizoguchi que surgió del Japón de los sesenta.
Shinoda fue uno de los más puristas poetas de la nueva ola del cine japonés, poseedor de un trazo que aunaba influencias europeas, pero sin perder ni un ápice de la esencia y sensibilidad para contar historias inherente a la narrativa oriental. Su espíritu integraba los nuevos vientos de cambio pero observados con esa filosofía de ojos rasgados guiada por los silencios, la teatralidad, las pasiones desenfrenadas y el tormento. Todos estos ingredientes se encuentran insertos en la espina dorsal de Silencio, obra de madurez de un Shinoda en pleno esplendor artístico que ya había conquistado el aplauso generalizado de crítica y público tanto en su país natal como en los diversos festivales internacionales en los que se exhibió su obra. Así pues este proyecto aterrizó en las manos del autor de Bajo los cerezos en flor tras el enorme éxito que había cosechado con la hipnótica Doble Suicidio.
Sin duda Silencio constituyó la apuesta más ambiciosa de un Shinoda plenamente consciente de su maestría quien se atrevió a saltar al vacío sin ningún tipo de red protectora convirtiendo en imágenes las páginas escritas por Endō, un controvertido escritor de religión católica cuya obra descansaba alrededor de las luchas y dilemas morales que sus creencias planteaban en medio de una sociedad ajena a los dictados de la Biblia. Ello fue plasmado con fidelidad y agudeza por Shinoda en pantalla. Y es que Silencio retrata esa dicotomía entre oriente y occidente que se dio tanto en el Japón del siglo XVI con la llegada a las islas de una partida de sacerdotes Jesuitas que lograron congregar un rebaño cifrado en trescientos mil creyentes en pocos años de ejercicio de la fe, como en el Japón contemporáneo, una nación donde la influencia capitalista americana estaba igualmente devastando las tradiciones ancestrales de un país del sol naciente sumiso ante el avance extranjero tras la derrota sufrida en la II Guerra Mundial.
Este es el pivote moral y narrativo sobre el que descansa la precisa jugada esbozada por Shinoda. Radiografiar un Japón ancestral que se rebeló contra la invasión cultural foránea aniquilando la peste mediante matanzas de cristianos orquestadas por los señores feudales quienes torturaron, quemaron y exterminaron tanto a sacerdotes como feligreses católicos merced a esa amenaza para el ejercicio de su absoluto poder que suponía la expansión como una plaga de langosta de la fe intrusa entre sus siervos. Hecho que fue comparado con la pasividad, mansedumbre y sometimiento sin ningún tipo de censura ante esa nueva pandemia, contagiada sin ningún remedio de cura, que significaba el triunfo del capitalismo más voraz y atroz en el Japón de los setenta.
La cinta se inicia de un modo muy teatral, con una voz en off que nos informará de los antecedentes que preceden al desarrollo de la historia, mostrando el contexto histórico de la misma. Un ambiente que nos trasladará al Japón del siglo XVI que fue testigo de la llegada de un grupo de sacerdotes españoles y portugueses integrantes de la Compañía de Jesús fundada por San Ignacio de Loyola cuya misión era expandir la fe católica más allá de los confines del mundo conocido para luchar contra esa corriente rupturista que emergió en Europa con las enseñanzas de Martín Lutero. El crecimiento exponencial que los dictámenes reseñados por los misioneros tuvieron entre los campesinos japoneses más pobres, obligó a reaccionar a los jefes feudales, quienes en pocos años exterminaron tanto a devotos como pastores, coaccionando a los mismos a abandonar el país o a convertirse en ciudadanos japoneses para evitar ser quemados en la hoguera.
Este es el punto de partida de Silencio, que arrancará narrando la historia de los padres Rodrigo y Garrpe, dos prelados portugueses que llegarán desde Macao a las costas de una pequeña isla de pescadores con la ayuda de un antiguo creyente que tuvo que renunciar a su fe tras ser acusado de hereje llamado Kichijiro. Su objetivo consistirá en rescatar a su antiguo mentor, el padre Ferreira, un prelado que cultivó un importante rebaño de creyentes en ese grupo de pequeñas islas, que desapareció del mapa en paralelo al alzamiento contra la religión cristiana ordenado por los gobernadores de los islotes.
La aparición de esta pareja de misioneros albergará de nuevo las esperanzas entre la ingente comunidad cristiana que aún sobrevive en el pueblo ocultando su fe por miedo a ser ejecutados. Un grupo de míseros pescadores que han respetado con anhelo y dignidad las enseñanzas del padre Ferreira, renunciando a su integridad en favor del mandamiento de su fe. Sin embargo, la presencia de los padres será pronto detectada por los samuráis que vigilan las islas, que gracias a la traición de Kichijiro apresarán tanto a Garrpe como a Rodrigo, quien será sometido a un largo y espinoso proceso de martirio por parte del gobernador de la provincia, un hombre educado en la creencia católica quien a pesar de respetar su doctrina, se muestra inflexible al contagio de la fe extranjera en su tierra natal. De este modo, éste tomará como un logro personal el hecho de que el padre Rodrigo renuncie a su fe, pues así conseguirá demostrar a los rígidos devotos que quienes ostentan la labor de adoctrinar en la fe son incapaces de conservar la misma mediante la tortura y el tormento. Una tortura que explotará en direcciones incontrolables cuando Rodrigo descubra que su maestro Ferreira renunció a su fe para convertirse en el hombre de confianza de ese gobernador cuyos crueles castigos están aniquilando a sus feligreses.
Silencio se eleva como una obra mayor de Shinoda. Todo en ella respira el arte del talentoso creador japonés. Como esas salvajes transiciones adornadas por el cielo, el mar y una tierra infectada de bosques y árboles que derivan hacia unas inteligentes elipsis necesarias para infundir ritmo a la narración. También esa mirada cruel, despojada de piedad y compasión, que ostenta el cine de Shinoda centrada en unos personajes martirizados por su pasado, por sus pasiones —en el caso que nos ocupa pasiones religiosas— y asimismo por su azaroso presente. Esa concepción de la imagen preciosista que detenta una arquitectura cinematográfica mimada al más mínimo detalle gracias a una puesta en escena pausada, que no conoce la prisa, inspirada en el teatro kabuki y por tanto adornada por unos escenarios muy recargados donde lo intimista se da la mano con la exaltación de la naturaleza salvaje del Japón agreste. Y unos personajes principales complejos. Contradictorios. Tan contradictorios como ese Japón tradicional vencido por la tecnología y la influencia extranjera. Un Japón que se refleja en ese país supersticioso y cruel regido por gobernantes nacionalistas que odiaban lo nuevo venido del mar. Un país sumido en las tinieblas, atroz, inhumano, violento, sádico… que disfrutaba con el ejercicio del suplicio en contra de los más débiles sin ningún tipo de remordimiento. Y ese dilema será el que planteará Shinoda a través del retrato del mártir Rodrigo. ¿Será necesario emplear las armas de la tortura y la sangre para conservar la esencia de Japón? ¿O habrá que aceptar las enseñanzas foráneas renunciando así a las tradiciones remotas? Pero igualmente la cinta se plantea cuestiones tan profundas como la custodia de la fe ante situaciones lacerantes y chantajes morales que minarían la mente del más estricto seguidor de cualquier doctrina. De la fidelidad a unos ideales grabados a fuego en nuestros corazones. Igualmente los efectos de la traición a uno mismo, siendo esa comodidad que parece acompañar la felonía una sombra incómoda que nos seguirá hasta nuestra tumba sin posibilidad de borrar su oscura mancha. Y finalmente una ácida reflexión de contornos nacionalistas que refleja la soledad y el castigo que espera a aquellos que han abrazado un ideal externo que quedarán desprovistos de protección cuando ese influjo extranjero (¿capitalismo?) se evapore al no tener ya interés en mantener su presencia en el país. (ese final abrupto y beligerante que cierra la cinta es toda una declaración de principios sin duda).
La película es una auténtica delicia cocinada para procurar placer y gozo al espectador. En este sentido, Shinoda dividió su obra en dos partes claramente muy diferenciadas, tanto por el tono como por el estilo fotográfico que las resguarda. La primera parte abarca desde la llegada de los dos sacerdotes portugueses a tierras japonesas con la ayuda del Judas Kichijiro hasta su posterior captura. La fotografía de esta primera parte bebe de los cuadros de Caravaggio y Zurbarán, siempre tomada en tonos ocres, entre las penumbras que alumbran las grutas donde tienen lugar las ceremonias religiosas prohibidas. Apenas se atisban escenas luminosas, sino que Shinoda decidió radiografiar con una grafía tenebrosa, exenta de belleza y si repleta de amargura, los complejos avatares sufridos por los recién llegados, quienes conversarán entre sí en inglés para dar mayor realismo a las escenas compartidas por los sacerdotes. Un primer vector que culminará con la traición de Kichijiro, quien adoptará la figura de un Judas incapaz de conservar su fe ante las presiones externas, asimismo con el apresamiento y vía crucis de Rodrigo y con la crucifixión de un grupo de fieles en unas cruces plantadas en medio del mar, siendo éstos devorados por la creciente marea ante la mirada impasible de Rodrigo y su rebaño. Escena ésta que evoca en un bonito homenaje a la secuencia cumbre de Los amantes crucificados de Mizoguchi.
Ello dará paso a una segunda parte más luminosa desde el punto de vista fotográfico, a pesar de la oscuridad que encierra la misma. Un capítulo que se abrirá con la exposición de Rodrigo al cruel público que lo apedreará en su camino hacia la cárcel. Así, en este vector descubriremos al jefe feudal encargado de velar por el mantenimiento del orden religioso en su jurisdicción, e igualmente de convertir a Rodrigo en un apóstata. Para ello, exhibirá sus crueles armas, torturando en público a campesinos cristianos a los que se obligará a pisar y escupir los fumies (representaciones de cristo y la virgen japonesas), a los que se les enterrará vivos conservando a la luz únicamente su cabeza para sortear las acometidas de un caballo a galope, a los que se colgará boca abajo con las orejas cortadas para conseguir que renieguen de su fe. Y la cinta revelará que la fe será más fuerte entre los valientes creyentes japoneses que entre un Rodrigo quien deberá hacer frente a sus propios fantasmas y a la decepción que le supone observar la apostasía de su propio educador… un instructor que abdicó de su fe ante el Silencio de Dios al contemplar la angustia y martirio al que estaban siendo sometidos sus feligreses.
Con una concepción cinematográfica marca de la casa que no deja nada a la zaga ni a la improvisación, Shinoda esculpió una de las obras maestras del cine japonés de todos los tiempos. Una película a la que no hace falta el auxilio de Martin Scorsese para evidenciar su grandeza y artesanía. Una cinta que traslada al universo de Shinoda la literatura de Endō, con la fidelidad que supone que el propio novelista escribiera en colaboración con el autor de Flor pálida el guión que da forma a las imágenes. Unas imágenes poderosas y enérgicas que explotan su rico ropaje con una alegoría que nos hará reflexionar acerca de los límites que ostenta la dignidad y el respeto de nuestras convicciones.
Todo modo de amor al cine.