El periodo de gestación nos ha llevado en innumerables ocasiones a visiones que trascienden al mero acto en sí y ofrecen una mirada transversal acerca de aquello que puede suscitar el hecho de contener una nueva vida en el interior de un cuerpo, pero… ¿qué sucedería si esa vida no ha sido engendrada por el cuerpo que la sostiene? Lejos (o quizá no tanto) de la polémica que suscita la gestación subrogada, Ali Abbasi proponía una incómoda cuestión en su sugerente debut antes de la laureada Border, una Shelley que recoge esa cuestión para cimentar a su alrededor una cinta de terror psicológico que, lejos de lo que pudiera parecer por la situación en sí, se soporta en el detalle, en una suerte de minimalismo sobre el que comprender ese proceso como algo más de aquello que implica físicamente; en ese sentido, el cineasta danés de origen iraní es capaz de construir, más allá del artefacto genérico, una parábola en torno a esa degradación invisible que subyace, quizá no trasciende, pero sin embargo ejerce una transformación que se adentra en lo mental, en lo anímico, socavando una disposición que termina degradando (para la ocasión) la propia humanidad.
Partiendo de unos cimientos sencillos, que se funden en esa relación establecida entre los personajes interpretados por Cosmina Stratan y Ellen Dorrit Petersen, y hacen del paisaje, de la rutina, y de la magnitud de tal vínculo un escenario en apariencia cotidiano, de una tangibilidad casi transparente, Abbasi desliza la extrañeza de un tono que adquiere matices cuya negrura otorgan una concepción distinta al relato, sobrevolando un terreno que si bien se podía deducir por la incursión genérica realizada por el cineasta, toma corporeidad en torno a una serie de situaciones presentadas como si, a priori, no fueran más que una fragmentación de esa nueva realidad en la que se verá inmersa Elena, la protagonista. Es así como una tesitura que, pese a no resultar ni mucho menos corriente, podría corresponderse en una llamémosle cierta “cotidianidad”, transita hacia una degeneración que no se desprende del nexo establecido, sino más bien una disociación entre realidad e imaginario establecida por aquello que no deja de ser una anomalía por más que se pueda percibir, en efecto, como un acto normal, correspondiente más a una excentricidad que a una necesidad fisiológica del propio individuo.
Shelley traza a través de tal pretexto un discurso que, si bien no detenta una manifiesta transparencia, tampoco arroja lugar a la ambigüedad, dejando que todos y cada uno de los movimientos que ejecuta en torno al relato otorguen una visión que, por si fuera poco, arroja aún más sentido a esa mirada genérica que aplica Abbasi al mismo. Sin necesidad de demasiados alardes —sus mayores bazas son el hábil empleo del sonido, así como la capacidad de trasladar a los escenarios parte de su propuesta—, y aplicando en todo momento una reducida carga en sus pretensiones como film que se afianza en el terreno del horror psicológico, Shelley avanza con quietud pero sin dejar de proponer soluciones que ofrecen a la progresión dramática del film un plus desde el cual comprender sus motivos; es desde estos, precisamente, a través de los que Abbasi logra condensar la significación de una obra que parece no alzar el vuelo, pero de forma sesgada va desplazando las aristas del relato a una parcela desde la que es difícil permanecer indiferente, ya sea por la perversión de una acertada tesis, o por la destreza al conjugar un cine de género que, sin necesidad de digresiones ni explicitarse de ningún modo, logra sobresalir con una mundanidad que se aleja transversalmente del tema dispuesto: toda una anomalía en el cine de terror actual.
Larga vida a la nueva carne.