Senda torcida pertenece a un grupo de selectas y buenas películas policíacas que contaron con la firma del artesano y diestro realizador madrileño (afincado en Barcelona) Antonio Santillán, alzándose, quizás junto con la excelente El ojo de cristal y la reivindicada Cuatro en la frontera, como uno de sus trabajos más sólidos e interesantes.
Lo realmente llamativo de la colección de cine negro hilvanada por Santillán entre los años cincuenta y sesenta en la España franquista es su radiografía de los bajos fondos del Régimen en una época en donde no solían salir a la luz casos de crímenes ni de delincuencia común en esa ordenada, tranquila y controlada España bajo el yugo de la dictadura. Unas cloacas habitadas en la mayor parte de los títulos por gente común que se deja arrastrar por el influjo de la delincuencia fundamentalmente por una ambición desmedida que termina desatándose a pesar de la vigilancia estricta de los ordenamientos establecidos por los mandatarios de cualquier tipo de sistema de gobierno.
En Senda torcida nos encontraremos con Rafael (Víctor Valderde) un joven que a pesar de haber estudiado no gana el suficiente dinero en su laburo en una fábrica madrileña como para mantener a su familia así como sus caprichos compartidos con su novia, una aspirante a modelo llamada Marcela (Marta Padovan). En el arranque de la película Santillán ya describe con apenas dos rúbricas el carácter codicioso e intrigante de Rafael en una conversación que el mancebo mantendrá con un operario de la fábrica, que corrobora que gana más dinero con su profesión que el universitario, mientras en la lejanía el inexperto aprendiz observa cómo su anciana madre llega con una caja de comida donada por Cáritas.
Ante la falta de expectativas y oportunidades, Rafael decidirá romper con su imagen de hijo bondadoso y obediente para consumar el atraco de la recaudación de un cine de la Gran Vía madrileña. Para ello primero robará una pistola a un sereno que le será de buena ayuda para asestar el golpe con una maestría impropia de un recién aterrizado al mundo del hampa.
Una vez consumado el robo, Rafael concretará con su novia Marcela su escapada a Barcelona con el botín. Sin embargo, al llegar a la Ciudad Condal Rafael tropezará con un malhechor llamado Silvestre (Gérard Tichy) con quien hará buenas migas adentrando este último al joven en un grupo de ladrones compuesto por un chamarilero de mote El burgués que tiene montada una tapadera enfrente de la cárcel modelo. Así la banda planeará el atraco a una joyería en compañía de dos ladrones de poca monta, ejecutando el expolio sin ningún tipo de problemas.
Pero a partir de este momento las cosas se irán complicando. En primer lugar, cuando Rafael se encuentre con Marcela convertida en una cabaretera que parece haber olvidado a su antiguo amante, hecho que provocará que en un arrebato de celos nuestro protagonista asesine violentamente a su novia. En segunda instancia, por la persecución policial emprendida por un comisario de policía y su joven asistente que comprometerá los planes de la pandilla de abandonar Barcelona rumbo a Marsella con el fruto del robo, perdiéndose todo el dinero en una emboscada que una patrulla de policía efectuará en el momento en el que los pillos iban a huir.
Finalmente, por la venganza que tratará de saciar el viejo comisario contra Rafael y Silvestre por haber matado estos a su joven compañero durante la trifulca. Asunto que desencadenará una huida hacia ninguna parte de la pareja de delincuentes a lo largo de la frontera gerundense con Francia, asestando en su evasión diferentes actos delictivos como el asalto a un bar o el asesinato de un camionero. A medida que Rafael percibe que no hay posibilidad de escape, tomará conciencia del carácter despiadado y cruel de su compañero Silvestre, debiendo elegir entre cumplir con los mandamientos de su colega o tratar de redimir su culpa en memoria del buen hijo que una vez fue.
Antonio Santillán dirigió con mucha pericia, demostrando un gran conocimiento del género, un film muy negro, negrísimo diría yo. Protagonizado por un antihéroe ambicioso y violento que igualmente ejecuta atracos como que comete asesinatos a sangre fría. En el guion apenas queda espacio para personajes amables —tan solo ese viejo dueño de la posada que alberga a ladrones y gente de mal vivir que fue interpretado con ese estilo típico de la comedia costumbrista española que tan bien tocó a lo largo de su carrera por el gran Miguel Ligero— que den cierto respiro al espectador, ganando la partida todo un elenco de almas negras e implacables que desbordan una radiografía de la España negra bastante pérfida, algo que resulta cuanto menos sorprendente.
Nos encontramos ante un thriller con todos sus elementos arquetípicos en la chistera. La forma de rodar de Santillán, que siempre vira en torno a los conceptos del ‹noir› clásico americano de los cincuenta, en esta ocasión se salpimentó con ciertas dosis de realismo urbano muy de la época que hace recordar sin duda a algunas escenas emblemáticas de la Nouvelle Vague francesa. En este sentido, magnética será la escena en la que Rafael recorrerá esa Gran Vía ornamentada con las luces de neón de cines y teatros del Madrid de los sesenta en una caminata improvisada en la que el actor se mimetizará con los transeúntes noctámbulos del Madrid canalla y metropolitano con un aroma afrancesado ciertamente espectacular. Asimismo, la película ofrece un buen testimonio documental de los arrabales de esa Barcelona de moteles de mala muerte y arquitectura espectacular gracias a la magnífica fotografía de exteriores que ostenta el film.
Con mucho olfato Santillán bordeará diferentes géneros a lo largo del metraje que van desde el cine negro de toda la vida, pasando por el thriller de robos y atracos, tocando igualmente el policial europeo para desembocar en una ‹road movie› sin que esta mezcolanza empañe en ningún momento el buen resultado final del plato cocinado. Además el ritmo que impone el director de Cita imposible resulta endiablado, no otorgando en ningún momento tregua al espectador, quien va compartiendo asaltos y comisiones delictivas encadenadas sin pausa ni freno.
Esto a veces puede suponer cierto empacho, debilitando en cierta forma el tejido dramático de un guion que no apuesta por la perspectiva psicológica de los personajes, prefiriendo en todo momento brindar el liderazgo a la acción y aventuras relatadas en detrimento del estudio intimista y reflexivo de los personajes y acontecimientos, eludiendo en todo momento cualquier atisbo de crítica social o cuestionamiento de las actitudes y motivaciones de los protagonistas, pero rebajando la tensión gracias al arrepentimiento y rectificación de Rafael en el último tramo del film.
A pesar de estos pequeños defectos Senda torcida se abre paso con firmeza como uno de esos ejemplos de buen cine policíaco español cosecha de los cincuenta y sesenta que no para de sorprender por su gran rendimiento y calidad, que para nada tiene que envidiar a las producciones estadounidenses y francesas que fueron su patrón inicial. Un entretenimiento que aúna casta, carácter y notables cualidades.
Todo modo de amor al cine.