Hay una constante en el cine de terror que John Landis, desde su siempre turbia vis cómica quiere redefinir a toda costa: el rol de la mujer en peligro que un hombre debe salvar. Si ya dio un vuelco a las leyendas sobre la licantropía en la antigua Europa con Un hombre lobo americano en Londres, no podía perder la oportunidad de reenfocar todos los mitos que rodean tanto a los vampiros como a la pequeña Italia neoyorquina en Sangre fresca.
Sin ninguna duda, destripa en una primera escena ese ideal de damisela en apuros al presentarnos a Marie, una bella y elocuente vampira interpretada por Anne Parillaud, ya convertida en mito en la Nikita de Luc Besson, dirimiendo sobre su próximo objetivo alimenticio. Es ahí donde, desde un abarrotado escenario que imita lo barroco de la longevidad casi romántica de los chupasangres, rompe la previsibilidad al introducirnos en el universo de las mafias italianas y la clandestinidad policial a través de un simple periódico. Landis nos sumerge así en lo que podría ser un thriller policial con personajes infiltrados, señores del hampa y egos reforzados sin perder ese toque canalla que siempre ha marcado los diálogos de sus películas y el contrapunto de hacer que las armas se alcen para iniciar una guerra por el simple hecho de tener a una vampiresa hambrienta entre ellos.
Después de los grandes hits de John Landis, lo que queda por definir en Sangre fresca es su perspectiva del espectáculo. Aunque esta comedia parezca más interesada en la elaboración de las bestias, lo cierto es que no pierde de vista el cine de terror clásico en su más absoluta pureza al proyectar incesantemente en las televisiones que nos encontramos a lo largo de todas las alocadas situaciones que viven los protagonistas películas donde Bela Lugosi, Christopher Lee y tantos otros aterraban al universo entero ataviados con su capa. Algo que rompe con la imagen tierna y seductora de Marie, que sabe dominar a los hombres con su simple presencia y que evoluciona gracias a unos maravillosos efectos especiales a la antigua usanza para dejar de piedra a más de un despistado.
Landis no se conforma con eso del romanticismo cinéfilo y se atreve a ser absolutamente gráfico en los momentos en que los colmillos se apoderan de la escena. Son constantes las escenas en las que la casquería es el espectáculo y las sabe equilibrar con toques de humor que rozan el absurdo y conviven perfectamente —solo hay que pensar en el momento de la morgue con el jefazo de la mafia corriendo entre cadáveres destripados y gritando a pleno pulmón—. Mientras busca para Macelli esa evolución de persona despiadada que al conocer su nuevo poder se convierte en el ser más peligroso al que se debe destruir, tanto Marie como Gennaro, el policía que sirve de nexo de unión entre ambos mundos —en uno de esos papeles de Anthony LaPaglia de eterno poli— van derivando esa búsqueda que les convierte en compañeros contra el capo italoamericano hacia una vis emotiva y amorosa que rompe un poco el ritmo de los acontecimientos, por mucho que justifique el fin de la soledad del “monstruo” que representa Marie.
Por otro lado, es plenamente disfrutable el desfile de caras conocidas que acompaña esta película. Todos los amigos de Landis son bien recibidos, ya sean actores o directores haciendo cameos de lo más inesperados —loable la presencia de Sam Raimi imitando su papel en Intruso en la noche, con la característica gorra rodeado de trozo de carne en un matadero, o Dario Argento con una pequeña frase haciendo de sanitario en una ambulancia—. También hay que destacar esa idea rupturista de crear una relectura de los vampiros, dejando de lado los colmillos y la necesidad de ser personajes solitarios, pero reforzando otros clásicos como el pavor al ajo (solo para crear un chiste con unos mejillones condimentados con el mismo, que son “prácticamente comida para vegetarianos”) o la sensibilidad lumínica, además de ofrecer otro sentido al reflejo en los espejos, para mostrar un claro desprecio a lo que Marie es capaz de ver al mirarse a sí misma.
No es Sangre fresca la película vampírica definitiva, pero sí otra de esas historias redondas de John Landis donde mezclar muchos géneros y salir victorioso con su resultado. Tal vez es más épico cuando se centra en el amor propio que en el romanticismo, pero es una pequeña nimiedad salvable al contemplar el resultado. La diversión está asegurada.