La parte oculta y la parte inventada
Según Barthes, un producto no es lo mismo que una producción porque el primero está hecho para el consumo: un artificio comestible cuyo más mínimo detalle está pensado para encantar. Lo que se vende muchas veces no es más que una promesa. Así funcionan casi todas las cosas: lo importante es deglutar, no alimentase; mejor, como dicen, un pájaro en la mano aunque sea de mentira. De la misma manera puede pensarse el atractivo de una serie como Hunting Hitler o productos similares que trazan un mapa imaginario de lo que «podría haber ocurrido» con Jesús, el Santo Grial, María Magdalena y misterios de la misma familia. La suposición —es sabido— cotiza mejor en el mercado que una certeza tibia, paciente y meditada. Salinger, la película de Shane Salerno, va por este camino.
Hay que convenir en el hecho de que la figura del escritor estadounidense es una tentación fuerte para los amantes del rumor. En el auge de su popularidad, tras la publicación de El guardián entre el centeno, desapareció en la bruma. Lo que para muchos artistas habría sido el tiempo de recoger los frutos, para J. D. Salinger fue el final de su vida —al menos de la vida tal como la había vivido hasta entonces—. Se mudó a una cabaña entre la montaña y el bosque, y no sólo rehusó las entrevistas o cualquier contacto con la prensa, sino que huyó lo más lejos que pudo también de sus lectores. Algunos leyeron en su decisión un gesto, la maniobra publicitaria más grande y efectiva que hasta el momento se había usado en el mundo editorial. Para algunos otros —los que no tienen voz en el documental— el rechazo de Salinger estaba dirigido al capitalismo, a la mercantilización de la obra de arte y al circo orquestado en torno a la celebridad.
La forma de proceder siempre es la misma. La receta de los productos al estilo History Channel exige que haya un buen puñado de archivos —y en este sentido, el documental atesora material valioso, como el único registro de Salinger durante la Segunda Guerra Mundial—; testimonios coloridos —cabezas parlantes dispuestas a exponerse—; una banda sonora que pueda acentuar los momentos clave de la narración; y una dramatización —que puede estar, como aquí, o no— apostando más a la metáfora que a la fidelidad. Bien podría —siguiendo con la línea de estos productos— partirse la película por la mitad —dura más de dos horas— para introducir un corte publicitario precedido de una pregunta del tipo «¿habría Salinger firmado un pacto con el Diablo que a cambio de su celebridad le haya dado el genio?», o «¿podría haber tenido algún motivo personal, quizá amoroso, para su reclusión?». El terreno de la suposición es tierra fértil para las teorías conspirativas —todo es parte de un plan mayor— que pintan al objeto de deseo como un villano. De esta manera se da paz a la (in)consciencia consumista a la que antes atormentaba el hecho de que una persona hubiese rechazado la oferta del mercado.
Está claro que algunos testimonios valen la pena —como el de Phillip Seymour Hoffman, caro para el corazón de cualquier espectador de cine—, y que muchos detalles son jugosos, pero una vida no se reduce a un chisme barato. La literatura deja una huella que al director no le interesa seguir porque parece más redituable el correr detrás de algún detalle miserable que permita catalogar su película como una biografía no autorizada —y por lo tanto, repleta de escabrosas anécdotas y mucho morbo—. Si bien hay muchos amigos del escritor y vecinos suyos de los cuales se dice que no quieren ventilar su intimidad y celan cuando alguien pregunta por él, el documental erige como voces autorizadas las de quienes tuvieron relación pero por una cosa u otra no terminaron nada bien. De la misma manera se utiliza el testimonio de tres criminales que actuaron según ellos mismos bajo el influjo al que la obra de Salinger los había sometido.
Uno puede, como con todas las películas, hacer oídos sordos a la intención del director. Allí se descubre otro documental, aquél que acumula, una tras otra, las fotografías y filmaciones que le fueron robadas. Salinger, ignorante de la persecución que lo acechaba, regaló momentos suyos de espontánea inmortalidad. ¿Quién fue en verdad el escritor? ¿El tipo obsesionado con la inocencia que vende la película, interesado en cuanta mujer menor de edad se le cruzara, o el pintor de un tiempo al que su tiempo después decepcionó? Hay que agradecer a los papparazzi alguna cosa: sí se sabe con certeza, a partir de lo que pudieron robar para la prensa amarilla, que Salinger, en su fortaleza, paseaba a su mascota, y que poco antes de morir, al realizar unos trámites en auto, estaba acompañado. Tanto él como su mujer entonces reían. De todo lo demás, no se sabe nada. Lo que no impide a los perros que sigan ladrando: la parte del mundo que Salinger, quién sabe por qué, de un día para el otro ignoró.