El ajedrez es mucho más que un juego en el que dos contrincantes batallan con un ejército compuesto por 16 piezas —de color blanco o negro— colocadas en un tablero dividido en 64 escaques. La disposición de las piezas, los sacrificios precisos de ejecutar para poder aspirar a la victoria, los embustes y engaños versados en movimientos en falso y tácticas de emboscada, el arranque por parte del ejército blanco (símbolo del bien frente al mal representado por la oscuridad del color negro) y el hecho de precisar siempre dos jugadores, dos perfiles antagonistas, dos combatientes deseosos de derrotar al rival, dos amantes de la estrategia que comparten sudor, lágrimas, alegrías y tristezas… convierten al ajedrez en una metáfora de la vida, de la muerte, del éxito, del fracaso e incluso del propio significado del amor.
Muchos son los directores que convirtieron al ajedrez en una obsesión a la hora de articular sus obras. Es bien sabido que Satyajit Ray era un apasionado de este deporte, aspecto que implicaba que en sus rodajes la disposición de los actores, de sus guiones y de su cámara simularan una misteriosa partida de ajedrez en la que nada era lo que parecía. Otro maestro que configuraba su puesta en escena en virtud del noble arte era Alfred Hitchcock. Así, su exquisito diseño de la estructura escénica, el sentido alegórico que poseía la arquitectura visual de sus secuencias más impactantes o el empleo de esos movimientos sobre el eje de cámara con la intención de mostrar a sus actores deambulando como peones en un tablero macabro perfilado por el maestro, denotan la fascinación que sentía el británico por dicho juego. Podríamos seguir nombrando a maestros como Ingmar Bergman, Carl Theodor Dreyer, Jacques Rivette, Stanley Kubrick y… etc. etc. etc. Y en este sentido, el cine no ha sido ajeno en derretir algunos de sus argumentos más fascinantes en el hábitat perfilado por los dogmas y doctrinas de este juego de Reyes y Reinas competido por esclavos y plebeyos.
Quizás una de las joyas desconocidas del cine que hace girar su hilo argumental en los terrenos de ese tablero de 64 posiciones sea la yugoslava Rondo, cinta perteneciente a la nueva ola del cine de los sesenta nacido en los Balcanes, considerada por la crítica croata como una de las indudables diez mejores películas de la historia de aquellas latitudes. ¿Cómo podríamos definir Rondo? En primer lugar he de resaltar que esta es una película difícil de etiquetar. Podríamos aventurarnos en señalarla como una obra integrante de ese cine combativo, silencioso, introspectivo e intelectual que brotó en el decenio de los sesenta. Algunos de sus planos evocan a la trilogía del silencio de Michelangelo Antonioni en virtud de esa inclinación de otorgar el protagonismo de los guiones a personajes hastiados de la vida, vacíos de sentimientos, fríos como el témpano, ausentes de pasión y terriblemente ventajistas e individualistas. Igualmente me atrevería a definir esta excepcional película como una obra primeriza de Louis Malle con guión escrito por Julio Cortázar. Y es que Rondo es una de esas cintas que carecen de ritmo y acción. Esto es, la acción brilla por su ausencia, arriesgando en implantar una rutinaria repetición de situaciones y acontecimientos que como las estaciones apenas sufren variación con respecto al capitulo anterior. De este modo, Berkovic cocinó su plato a través de la reiteración de ingredientes, mediante la reproducción de varios episodios análogos embutidos en un ligero disfraz que permite inyectar unas ínfimas gotas de variación argumental. Unas chispas que permiten generar intensos debates intelectuales acerca del sentido de la vida, del cansancio que impera en una sociedad burguesa croata infeliz e incapaz de satisfacer sus deseos. Pero fundamentalmente, Rondo se sirve de la técnica del ajedrez para construir una bella y tenebrosa metáfora acerca de la fragilidad y el valor del amor. Un amor tan puro como impuro. Tan verdadero como falso. Tan caótico como estable. Un amor, que como el ajedrez, está proyectado para ser jugado por dos contendientes antagonistas, de modo que la irrupción en escena de un tercero capaz de distraer la atención de uno de los participantes evidenciará la destrucción del equilibrio de fuerzas que precisa el mismo.
Rondo arranca mostrando las calles desiertas y vacías de vida de una ciudad de Zagreb recién amanecida. Súbitamente la mirada de Berkovic se desviará hacia un extraño personaje que se halla sentado en la mesa de una cafetería. Se trata de Mladen (Stevo Žigon) un solitario juez, soltero empedernido, cuyos ojos y presencia nos revelará que se trata de un ser amargado, atrapado en un trabajo que no le satisface (magistrado especializado en casos de divorcios) y cuyo carácter taciturno denota un miedo atroz a encarar la responsabilidad que subyace tras la convivencia en pareja. Mladen se reunirá una tarde de domingo con Fedja (Relja Bašić) un bohemio que conocerá una mañana en un parque mientras ambos contemplan a una pareja de jubilados jugando al ajedrez en un banco. La nostálgica afición el dúo siente hacia este juego, unido a la ausencia de colegas que deseen competir contra ellos, provocará que tanto Mladen como Fedja acuerden acudir al apartamento de este último cada domingo por la tarde para satisfacer su mono de ajedrez, entablando feroces partidas rociadas de profundas charlas existencialistas.
Pero la armonía que exige este juego será perturbada por la presencia en el hogar del escultor de la mujer de éste, la bella y joven Neda (Milena Dravić), una ingenua esposa que empezará a sentir una desatada atracción hacia la figura del nuevo amigo surgido de manera espontánea en los vértices del tablero de ajedrez. De este modo, a través de diferentes batallas la cinta irá desgranando la personalidad de este triángulo amoroso, así como la fragilidad existente en una relación de pareja construida en los márgenes del tedio, la insatisfacción y la opresión de libertad que confiere el encierro entre las cuatro paredes del hogar.
Zvonimir Berkovic tejió su obra de un modo muy inteligente, como una especie de sainete teatral representado por tres únicos actores que se bastan y sobran para dar significado a un guión asfixiante pleno de nihilismo que servirá asimismo de plataforma desde la que lanzar un desesperado grito acerca de la indolencia presente en una burguesía croata cortada por los hilos de la apariencia y el aburrimiento. Berkovic supo escenificar una compleja partida de ajedrez rivalizada por dos perfiles opuestos; el del sutil, sibilino, triste y gris Mladen y el del alegre, despreocupado, inmaduro e irresponsable Fedja. Y en medio de estos dos temperamentos chocantes, la bella Neda se alzará como una víctima propicia que evitará que la partida termine en tablas. Porque en el ajedrez más tarde o más temprano, como sucede en la vida, siempre habrá un ganador e igualmente ese perdedor sin cuya existencia la vida carecería de sustancia.
Desde el punto de vista formal la película es una perla adscrita a ese panorama vanguardista característico de la Nouvelle Vague. Porque si bien los espacios interiores predominan sobre las mínimas escenas rodadas a pie de calle, hallaremos una explosión en pantalla de unas interpretaciones muy ascéticas alimentadas por la disposición de la cámara mayoritariamente en un segundo y muy distante plano que nos obliga a observar los acontecimientos desde una misteriosa distancia, como si Berkovic quisiera que el público no se identificara con el rostro y sentimientos del trío protagonista, otorgando al espectador de este modo el punto de vista de un público sentado en las butacas de un teatro separadas físicamente de las tablas escénicas donde se desarrolla la obra. Porque la rutina escénica se nutrirá de las melodías de ese Rondo de Mozart que sonará de forma continua a lo largo del metraje sirviendo como correa de transmisión narrativa en reemplazo de las típicas transiciones presentes en el cine clásico. Pese a que este disfraz podría inducir cierta frialdad, ciertamente la película desborda fuego y oscuridad gracias a la redacción de un perfecto guión que absorbe la monotonía y la desgana de unos adultos incapaces de encontrar un sentido a su vida, más allá que esas alegrías y frustraciones que una partida de ajedrez funestamente planificada es capaz de inferir.
Todo modo de amor al cine.