Del mismo modo que existe, en el terreno de la música, esa clásica disyuntiva que te obliga a elegir entre los Beatles y los Rolling Stones, en el campo cinematográfico la pregunta que nunca ha dejado de repetirse entre los cinéfilos es «¿tú eres más de Chaplin o de Keaton?». A la que yo añadiría, en una vertiente más pop, «¿a quién prefieres, a King Kong o a Godzilla?». Si la opción de decantarme entre Keaton y Chaplin siempre me ha hecho sudar la gota gorda, en este hipotético duelo de monstruos nunca he tenido dudas en elegir claramente al gran gorila. No voy a negar el carisma del monstruo japonés, pero entre uno y otro siempre he percibido una distancia insalvable en cuanto a alcance poético e incluso aventurero que me ha hecho inviable preferir al lagarto mutante. Esto explica, también, porque Rodan, los hijos del volcán es una película que, aun con su encanto artesanal y el buen hacer de su director (nuevamente el padre de Godzilla, un Ishirô Honda claramente volcado durante toda su vida en el amor a lo monstruoso) no me ha terminado de entusiasmar, si bien intuyo que a los fanáticos del género ‹kaiju› les puede hacer disfrutar mucho. La razón es un poco la expuesta anteriormente, y que creo que afecta al grueso de la producción de este subgénero nacido en Japón tras el desastre que supuso para el país la IIGM, explosión nuclear en Hiroshima incluida: más que indagar en las posibilidades poéticas del género de aventuras, con sus criaturas imposibles y sus escenarios inexplorados, prefiere priorizar el detalle en la destrucción a escala de grandes ciudades, descuidando personajes, trama e inventiva en la creación de situaciones de peligro, y enfatizando, por el contrario, el componente militarista del asunto, un poco también para recuperar la autoestima de un país herido en su orgullo tras la derrota y que, en las nuevas ficciones, debe hacer piña y exhibir poderío militar y armamentístico para afrontar un enemigo nacido precisamente de la radiación que causó tanta devastación en el país.
Rodan, por tanto, reproduce casi al pie de la letra esta tendencia a la cháchara científico-militar que comentábamos, así como a la exhibición de cuerpos del ejército luchando por tierra, mar y aire contra la temible criatura, un poco en la línea de la más contenida y redonda Tarántula, de Jack Arnold. No obstante, también hace gala de no pocas virtudes, entre las más evidentes aquella que apela a la deliciosa factura artesanal de los monstruos que la protagonizan, en este caso una especie de oruga gigante, que hace aparición en la primera parte del film (la más lograda, en mi opinión), y un pterodáctilo o similar, ambos seres prehistóricos que habían permanecido agazapados bajo tierra al margen del proceso evolutivo hasta que la fatídica aparición de la energía nuclear les ha permitido volver al ruedo de forma mucho más salvaje y poderosa. Si bien ninguno de los dos posee el feroz carisma de Godzilla, cumplen ambos a la perfección con la cuota de destrucción que uno les presupone, especialmente en el caso del pterodáctilo con su vuelo hipersónico letal. La sustitución del blanco y negro por el color también añade capas de encanto al conjunto, permitiéndonos admirar lo imposible con los colores suaves de la paleta fotográfica de Isamu Ashida. Y (lo más atractivo de todo para quien esto escribe) está también esa habilidad para transmutar detalladas maquetas en paisajes fascinantes por los que campan a sus anchas estas fantásticas criaturas, creando el caos a su paso. En tiempos del hiperrealismo que permite el CGI, no está de más volver a la cualidad casi táctil de unos decorados (trampantojos de lo real) que eran, al menos para servidor, una parte muy sustancial del atractivo de este tipo de cine, que, aun ganando mucho con el uso de las nuevas tecnologías, pierde un poco parte de la frescura que el exceso digital suele acabar mermando la mayor parte de las veces.
Dicho esto, la película de Honda es más aburrida de lo que cualquier película de monstruos debería ser. La culpa es, en buena medida, de un guión muy perezoso que se limita a encadenar un tópico detrás de otro, sin ninguna sorpresa en su trama ni personajes tridimensionales por los que poder sentir un mínimo de empatía y preocupación. De nada sirve situar la acción en lugares tan logrados como la mina inundada o la guarida del pterodáctilo (con ese huevo gigante coronando la estampa), si luego apenas se le saca provecho a lo que allí ocurre y si los personajes que por allí pululan y sufren son figurillas de acción sin el menor asomo de personalidad. Del mismo modo, se echa de menos ese aliento poético que sí desbordada en el clásico americano de Cooper y Schoedsack o en las cintas de monstruos animadas por Harryhausen, incluso ocasionalmente en el título fundacional del propio Honda que inició el subgénero de las película kaiju. Aquí, pese a que hay destellos de un lirismo cuasi-pop y naïf muy agradecidos, lo que prima es una narración roma que se atasca con frecuencia en diálogos insustanciales y escenas de destrucción y peligro sin demasiado nervio ni originalidad. Queda, en cualquier caso, una muestra de cine fantástico y aventurero sin pretensiones, sólida en su factura y que, debido al encanto retro con el que ahora podemos contemplarla, bien puede hacer pasar un rato agradable a quien se anime a darle una oportunidad, especialmente si es muy admirador de la temática monstruosa a la japonesa. No es el caso de servidor, pero aún así contiene los suficientes momentos poderosos como para dedicarle un poco de atención.