Nos encontramos ante un nombre afianzado en la serie B de toda índole, desde ese acercamiento a H.P. Lovecraft por el que destacaría en sus inicios y al que volvería más adelante, a terror de la más diversa índole (ahí están la reivindicable Dolls o El foso y el péndulo, donde adaptaba a Edgar Allan Poe), pasando por la sci-fi de todo pelaje (en films como Space Truckers: Transporte espacial o la Robot Jox que nos ocupa) e incluso apelando a un terreno más psicológico que fue el que predominó al final de su carrera con films como Edmond o Stuck. En efecto, hablamos de un Stuart Gordon casi siempre (injustamente) relegado a un segundo plano cuando se habla de cine de género, pero de forma indudable estilete de un cine anclado de algún modo a los estándares clásicos —en especial, en cuanto a estructuras y ámbitos narrativos se refiere—, asimismo creativo, capaz de concebir con una facilidad inusitada atmósferas tan mudables como las propias malformaciones que padecían algunos de sus personajes, haciendo del suyo un cine tremendamente sugestivo que se podría emparentar perfectamente tanto con otros grandes autores (Cronenberg sería el primero en venirme a la cabeza) del terreno como con clásicos ineludibles.
Centrándonos, no obstante, en una de esas modestas piezas de bajo presupuesto como lo fue Robot Jox en su día, nos encontramos ante, más que una rareza, un producto de entretenimiento de propósitos meridianos y fórmulas conocidas; y es que, ante todo, aquello que destaca en el cuarto largometraje tras las cámaras de Gordon, es su particular aproximación a una sci-fi de tono en algún momento humorístico —realzado quizá por ese histriónico villano interpretado por el alemán Paul Koslo, nombre forjado en ‹exploits› y junto a cineastas como Richard C. Sarafian—, que ante todo hibrida con los cimientos de un cine más clásico, quizá infrecuente en la incursión en un campo como el de la ciencia ficción —que a su vez remite al ‹kaijū eiga› (como parece insinuar, más allá de las peleas entre robots gigantes, esa gasa ensangrentada en la frente del protagonista con forma de bandera de Japón—, pero que Gordon maneja con soltura y eficiencia, elaborando un trasfondo que bien podría rememorar tanto títulos del pugilístico más tradicional —con esa presunta retirada del héroe y vuelta a casa— como más vagamente films enmarcados en el bélico —a raíz de esa preparación y todo lo que conlleva—. Es así como Robot Jox traza un contexto que se aleja de lo que uno podría esperar de una sci-fi, pero otorgando puntales a una propuesta que funciona en líneas generales dentro de sus preceptos centrales.
Si se le hubiese que achacar algo al ejercicio ejecutado por Gordon serían tanto algunos deslices argumentales quizá un poco apresurados o mal resueltos, así como la presencia de una testosterona que, aunque obtiene justificación en algún instante —especialmente, quizá, en su plano final—, se siente un tanto arbitraria e intrascendente a ratos. Ello, sin embargo, no empaña las virtudes de una producción artesanal —con sus indispensables maquetas—, de esas que prácticamente se han ido extinguiendo por la presencia cada vez más común del CGI, pero que confieren algo más que encanto, también una cercanía que sin duda otorga un componente mucho más expresivo a un film que, como es obvio, huye de abigarradas y rimbombantes escenas de acción; es ahí, precisamente, donde sobresale el talento de un Gordon que se las ingenia para elaborar alguna que otra imaginativa secuencia con los pocos medios con los que cuenta, logrando realzar aquello que debería primar en una película donde se supone que los robots gigantes son sus protagonistas, que no es otra cosa que los momentos dedicados a su lucimiento. Robot Jox se presenta en ese aspecto como una pieza que sabe aprovechar sus bazas y, con sus imperfecciones, arma uno de esos pasarratos que, lejos de ponerse barreras, explota a la perfección sus bondades logrando explorar las posibilidades de un universo que por suerte no se queda en lo elemental del mismo.
Larga vida a la nueva carne.