Tan contradictorio como lógico puede resultar que una de sus mejores y más tensas secuencias se encuentre entre los primeros minutos de esta Robbery, uno de los primeros largometrajes obra del cineasta británico Peter Yates, que más tarde destacaría gracias a títulos como Bullitt, Krull o El confidente; lógico, en parte, puesto que Robbery arranca con una persecución automovilística, precisamente terreno en el que el propio realizador lograría sólo un año después con la citada Bullitt rodar una de sus escenas más paradigmáticas y celebradas, por lo que no es de extrañar que el arranque de este, su tercer film, sirva como piedra de toque ante uno de los grandes momentos de la carrera del británico, otorgando al título que nos ocupa una inmejorable carta de presentación; la contradicción llega, sin embargo, cuando ante una obra de la magnitud de esta se puede afirmar que, aquello que puede dotar de un revestimiento distintivo y de una carga de emoción al relato, se encuentra entre sus primeros minutos; un hecho que, por otro lado, contrasta a la perfección con la intención de Yates de sostener cierto alejamiento con los arquetipos de un género habituado a releer la crónica desde una óptica más funcional donde la concomitancia con el mismo otorgue esa tensión que suele emanar del carácter del thriller o del noir.
Todo ello no implica ni mucho menos una óptica inusual en cuanto a los estándares formales, donde Peter Yates se acoge a un estilo clásico que rebosa elegancia, mantiene su atención en el plano como elemento comunicativo —proveyendo así un acertado vínculo con el ‹noir›—, desliza desde la agilidad del montaje una elocuencia desde la cual, la imagen cobra la significación necesaria, y encuentra en una apreciable banda sonora —también de corte clásico—, así como en el uso del sonido, el complemento ideal a un estilo perfectamente definido desde el que Robbery sostiene la personalidad necesaria como para no estar ante otro de tantos impersonales ejercicios que ha dado el género a raíz de algunas de sus obras más emblemáticas.
Donde, no obstante, Robbery consigue desprenderse del talante propio del thriller, es en la consecución de una crónica en la que se prescinde casi en su totalidad de aderezo dramático —más allá del apunte en cuanto a la relación de Paul Clifton, el protagonista, con su mujer, o esa fuga carcelaria que también derivará en la preocupación de Robinson hacia su esposa—; de este modo, y si bien en el aspecto narrativo el trabajo de Yates se consolida también en esa faceta de raigambre clásico que tan bien parece dominar, el relato queda constituido como una suerte de acercamiento clínico al conocido como «El robo del siglo» en el Reino Unido —donde un equipo encabezado por Ronald Briggs cometería un asalto valorado en cerca de tres millones de libras esterlinas—. Pero no por ello nos encontramos ante una aproximación aséptica que relega el sentimiento a un plano ínfimo: Yates dibuja con trazo unos personajes a los que, aunque no dota de un considerable revestimiento dramático, otorga las suficientes motivaciones como para que no queden en meros esbozos —incluso en personajes tan testimoniales como el de Jack en su inamovible postura de no delatar a sus compañeros, se encuentra cierta dimensionalidad—.
Si bien es posible que Robbery no sea ni mucho menos uno de los paradigmas del género, cuanto menos hallamos en el largometraje de Peter Yates la suficiente personalidad como para no estar frente a la enésima reproducción de aquello a lo que el ‹noir› clásico ya había sabido sacar prácticamente todo el jugo necesario previo a su ocaso sólo una década antes de que el autor de Un diamante al rojo vivo se pusiera tras las cámaras para dotar de su personal visión a uno de esos acontecimientos poco habituales. Y es que es quizá en esa coyuntura, el hecho de estar ante uno de los delitos más notorios de la historia de las islas, donde probablemente Yates encuentra el foco y barniz perfectos para revestir la historia más como una suerte de informe, de crónica casi documental en lo metódico de su arduo análisis —expuesto ya no únicamente en la cantidad de detalles que dan cuerpo al relato, sino también en la aproximación a los acontecimientos a través de un tempo tan medido como particular—, que como una revisión cinematográfica que, en esencia, es lo que es, pero huyendo de forma un tanto atípica de los mecanismos que reconstruyen y deforman esa realidad, otorgando un carácter épico, casi legendario, a otro de tantos artículos de primera plana de los periódicos de la época, que sí, quizá se alejara de los sucesos habituales, pero sin duda Yates atinó al comprender como un hecho excepcional, al fin y al cabo desde una perspectiva alejada de esa “excepcionalidad” que atribuye habitualmente el cine a este tipo de contiendas.
Larga vida a la nueva carne.