En 2009 se estrenó en el Festival de Locarno, de la mano de Madhouse, el debut como director en el largometraje de Takeshi Koike. Un proyecto sorprendentemente ambicioso y elaborado, fruto de un largo desarrollo de siete años para culminar con una película enteramente dibujada a mano, con un estilo mucho más cercano al pop art occidental que al del anime convencional, y con una clara vocación de llegar al público de todo el mundo.
Frente a lo desmesurado del proyecto y de su proceso creativo, el argumento de Redline casi parece una broma. El protagonista, “Sweet” JP, es un campeón de carreras de coches que logra obtener un pase para participar en la Redline, el circuito más importante y prestigioso. Y esto es todo, la trama gira en torno a una sola carrera. Por supuesto, hay una pequeña historia de amor, hay flashbacks, relaciones entre personajes e incluso una peligrosa operación militar que pone en riesgo las vidas de los participantes. Pero todo este aparataje narrativo sigue siendo simple y se explora de manera superficial, sin entrar en las implicaciones de lo que se sugiere y subordinándolo todo a la emoción del evento principal.
Entonces, ¿qué hay de especial en esta cinta? La respuesta es sencilla: artificio. Altas dosis de estilización, una animación perfeccionada hasta límites que parecen impensables, con gran fluidez y un juego constante de perspectivas. Una constante de colores vivos, formas y diseños de personajes variados, ruido de motores omnipresente y una velocidad que se hace notar con multitud de recursos e impacta incluso al espectador. Lo que nos propone Koike es un puro disfrute visual que bombardea la retina hasta mucho más allá del punto de saturación. Por supuesto, nada de esto es negativo de por sí, simplemente es lo que es, casi cien minutos de pura energía animada. Quien busque una narración detallada y trascendente deberá mirar para otro lado, o tal vez conformarse con las escasas pinceladas de una historia más compleja que se dejan ver.
De hecho todo en esta película parece dirigido al único objetivo de sacar de ella el máximo jugo como espectáculo visual. Su guión es esquemático y enfocado a la acción visceral, su elección de colores parece empeñada en acentuar los contrastes al nivel más extremo posible. Incluso en el contexto que nos presenta, al ambientarse en un mundo futurista en el que las carreras de coches se celebran a nivel interplanetario, con máquinas capaces de desafiar todas las leyes de la física habidas y por haber. Todo esto parece poco más que un montón de excusas para incrementar la espectacularidad de los momentos de acción y llevarlos a un nivel de pura lisergia, pero la cuestión es que funcionan y hacen de una competición deportiva un evento de épica y supervivencia como pocos. La sencillez de su trama supone sólo una desventaja sobre el papel, porque tan pronto como su potencia estilística toma lugar la experiencia se convierte en algo mucho más intenso e inmersivo.
La conclusión que se extrae de todo esto es que interpretar Redline como una mera historia sobre automovilismo, con todos los peros que esto supone a priori para espectadores cuyos gustos e intereses no encajen con esta temática, es una conclusión acertada y errónea a partes iguales. Es eso en esencia, pero es mucho más en alcance. Porque si algo demuestra este primer largometraje de Takeshi Koike es que la exuberancia visual más recargada no tiene por qué estar acompañada de una elevada complejidad narrativa para resultar en un producto no sólo válido sino memorable e impactante. Es un espectáculo vacío y superficial y al mismo tiempo es una obra que lleva el potencial de la animación como medio expresivo a un nivel al que han llegado muy pocas.