«Técnicamente ha empezado la guerra.»
En el mundo de la cinefilia hay una guerra absurda entre los amantes del séptimo arte acerca de las grandes películas olvidadas en detrimento de aquellas obras a las que se etiquetan de sobrevaloradas por el cinéfilo de turno herido en su orgullo. El mayor ejemplo de todo esto se ve precisamente en el combate a muerte que siguen protagonizando los que enfrentan a Sidney Lumet y su Fail-Safe (Punto límite, 1964) contra Stanley Kubrick y su Teléfono rojo (1964) en una lucha sin cuartel donde sólo puede quedar uno.
Lo cierto es que Kubrick se llevó la gloria con una cinta que no termina de encandilar a muchos espectadores por un humor siempre discutido. Sidney Lumet, por su parte, construye un thriller lleno de drama donde no hay ningún momento para la sátira. Ambos tienen puntos narrativos y de partida muy parecidos, pero la manera de entenderlos y mostrarlo no puede ser más diferente.
Sí, Punto Límite es la película a la sombra de Teléfono Rojo para muchos, pero hay que enfocar la película de otra manera, no como la eterna cinta que «el tiempo pondrá en su lugar» porque el tiempo rara vez hace eso. Así que lo que viene ahora es una crítica del filme de Lumet sin compararla con la de Kubrick, avisados quedan. Y es que hay demasiado que reseñar de cualquiera de las dos por separado como para perder el tiempo en comparaciones odiosas, que no digo que no sea interesante, ojo, pero no toca hoy.
Fail-Safe es la adaptación de un best-seller adaptado por Walter Bernstein, uno de tantos guionistas de Hollywood que sufrió las listas negras, pero que fue recuperado gracias a un joven Sidney Lumet que contó con él para Esa clase de mujer (That Kind of Woman, 1959). Precisamente en Cine Maldito hablamos hace poco de las listas negras en una obra que firmaba el mismo Bernstein, La tapadera (The Front, Martin Ritt, 1976).
Bueno, pues la unión entre Lumet y Bernstein es magistral. El segundo construye un relato cargado de suspense y drama a raudales. Sabe perfilar unos personajes descritos con unas pocas pinceladas dispares, creando capas en unos hombres que van a ser expuestos hasta el límite en sus decisiones morales y éticas mientras intentan salvar al mundo del invierno nuclear. Sidney Lumet por otro lado se recrea con un blanco y negro cargado de sombras y contrastes entre el bien y el mal por mucho que todo acaba pareciendo gris. Con su juego de sombras y luces carga una atmósfera poco a poco hasta volverla irrespirable, apoyado por los giros de guión de un Bernstein desatado en un texto clásico americano perfecto con ciertas licencias.
La cosa es simple dentro del entramado de personajes que se nos presentan, un error conduce a unos bombarderos americanos cargados con armas nucleares dirigirse a Moscú para arrasarla, lo que lleva a la cadena de mando militar y político estadounidense a intentar por todos los medios detenerlos para evitar una represalia soviética que significará el fin de la raza humana. Por eso saltamos desde un despacho subterráneo donde se encuentra el presidente de turno (Henry Fonda haciendo de Henry Fonda está magnífico como presidente) y su intérprete ruso al comité de emergencia entorno a los militares, a la base de control o a la cabina de los pilotos que deben destruir Moscú.
Narrativamente la película nos clava durante dos horas en la butaca conteniendo la respiración mientras vamos observando los intentos para evitar la catástrofe anunciada. Pero la cinta se detiene sobre todo en la cantidad de perfiles y roles que muestran sus participantes, en un amplio abanico que podríamos reducir entre «halcones» y «palomas»; los dispuestos a hacer de un error electrónico la victoria del capitalismo sobre el comunismo y los que consideran que no hay victoria posible en una guerra nuclear. Es precisamente un civil, un científico interpretado por Walter Matthau, quien parece más dispuesto a iniciar la guerra y un militar, quien se muestra más contrario a ella.
Realmente la película resiste el paso del metraje gracias a los perfiles que vamos conociendo. Bernstein se guarda un as en la manga con los parlamentos de cada uno de ellos, sus razones y sus miedos. Henry Fonda, el presidente, aparece tras casi una hora de película. Llega justo a tiempo, para regalarnos uno de esos grandes momentos del cine, como cuando en un único plano lo vemos hablar con su homólogo ruso, al que no escuchamos, tan sólo podemos oír la traducción del traductor, que impregna a sus respuestas los nervios, miedos y esperanza de quien no vemos, junto con un teléfono mostrado como de enormes proporciones. No es el único elemento así, la visión de Lumet empequeñece a los personajes ante los objetos y las máquinas, ya que en la película hay una imagen crítica de ellas, puesto que no pueden tomar decisiones éticas ni tienen capacidad de duda.
Hay varios conflictos internos que enriquecen el relato, conflictos entre políticos y militares, entre pragmáticos que consideran que perder 60 millones de seres humanos es mejor que 100 millones, los que consideran que todo es una estratagema de los pérfidos soviéticos y los que incluso ven el suceso como una oportunidad para acabar por una vez con la guerra fría a ritmo de invierno nuclear. Lo interesante es que todos estos puntos de vista son mostrados más profundamente de lo que parece al principio, ayudado en una introducción sencilla donde nos previene de los caminos que cada uno tomará.
Sin duda la cinta no se muestra tan neutral como puede parecer de inicio, al fin al cabo el «error» mecánico que lo desencadena todo proviene de Rusia, y los perfiles de los presidentes es bastante diferente. Pero esto no supone mucho problema porque la película no se encamina por a mostrar esa superioridad moral que ejerce Henry Fonda, que encarna ciertos ideales norteamericanos.
Más molesto puede resultar cierta mirada épica a los momentos finales del fin del mundo, con citas al antiguo testamento, frases lapidarias pretendidamente profundas que podrían encontrarse en un twitt de menos de 140 caracteres de un adolescente. Es aquí, donde el discurso y la mirada de Kubrick y Lumet resulta más diferente. Y sí, acabo de romper la única regla autoimpuesta que me había propuesto al inicio de la crítica.
Punto límite es una obra muy disfrutable, hija de su tiempo, esos años 60 donde la «extrema» paranoia comunista tocaba a su fin, donde la sociedad occidental empezaba a entender que no era posible una victoria nuclear y donde tras la muerte de Stalin y la llegada de los demócratas a la casa blanca empezaría un cierto deshielo, todo bajo el prisma del trauma de la crisis de los misiles cubanos, donde casi se va todo de madre y el mundo a tomar por saco, culminado con el asesinato del presidente Kennedy, en un shock sin precedentes cuando el asesino vino del país de las oportunidades, no de la fría Rusia, un hecho que explica la hornada de nuevas cintas políticas sobre la guerra fría y ciertos personajes estereotipados; a partir de entonces siempre habrá un yanki malvado en el reparto, algo impensable antes, cuando si aparecía un ciudadano americano malvado en el cine de los 50 que versara sobre la guerra fría, se desvía a su condición secreta de comunista o a que era idiota y se dejaba influir.
Por eso Punto Límite encaja con ciertas cintas políticas con una mirada parecida, donde podríamos destacar a John Frankenheimer y su Siete días de Mayo (Seven Days in May, 1964) o El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962).
También comentar que hace unos años se hizo un remake que no aportaba nada, salvo un final más demoledor y conciso que el del año 64, que peca de cierta indecisión que no comentaré aquí. Lo peor del remake es que se prescinde de esa escena inicial del sueño que tiene uno de los pilotos sobre la corrida de toros, despertándose siempre que el matador está a punto de mostrar su cara tras asesinar al animal, y que obviamente, intuimos que es él mismo exterminando a la humanidad.
En definitiva, yo no entiendo la manía de ciertos sectores de la cinefilia entre elegir una u otra película, cuando, teniendo el corazón claramente inclinado en la película de Kubrick, considero que Punto Límite es una buena película, disfrutable hasta decir basta, una herramienta de entretenimiento pura, tal vez demasiado épica y grandilocuente para mi gusto, pero que sin embargo y paradójicamente la hace más accesible para el público contemporáneo.