El filme codirigido entre Pabst y Fanck supone quizá una de las cimas —y ya perdonaréis el chiste fácil— de un subgénero que causó cierto furor en la Alemania de los años 20 e inicios de los 30: el cine de montaña. El nieto de Fanck propone, entre otras cosas, que se debió a la naturaleza intrépida de esas obras, que empequeñecían el mundo (algo que hoy conocemos como globalización) y acercaban parajes inhóspitos como volcanes japoneses, altiplanos chilenos o icebergs groenlandeses a la sociedad alemana.
Este tipo de películas gozaban, además, de un realismo que hasta el momento las cámaras de Hollywood apenas habían osado capturar y que el cine nórdico trabajaba desde hacía años (pienso en Herr Arnes pengar (1919) de Stiller o en Markens grød (1921) de Sommerfeldt): el de la vida real. Gran parte de su atractivo residía, pues, en secuencias rodadas en territorios naturales, que permitían condensar todo el dramatismo de la confrontación humanidad vs. naturaleza en su máximo esplendor. Dichas descripciones responden al cine de la nueva objetividad, del que Pabst se erigió como su más notorio estandarte y que pretendía de alguna manera diversificar y confrontar la estética expresionista. Con esto no quiero decir ni mucho menos que no exista cierta estética expresionista en la obra de Pabst (su manera de encuadrar, de trabajar lo lumínico), e incluso detectamos en ciertos pasajes de Prisioneros de la montaña un regodeo estético que se aleja del realismo (al menos visual) que imperaba en este tipo de producciones.
Prisioneros de la montaña es ciertamente sorprendente por varios aspectos. El primero concierne a un intento de comprensión de cómo Pabst pudo concatenar tres películas extraordinarias como esta, La caja de Pandora y Tres páginas de un diario en un solo año (1929). Si bien es cierto que su explosión de notoriedad tuvo lugar en 1925, cuando firmó este film se encontraba en su mejor forma creativa desde el punto de vista crítico, un prestigio que consiguió mantener unos pocos años después, pero jamás le volvería a ser devuelto —su arrodillamiento ante el régimen nazi, como pasó con Arnold Fanck, aunque ambos opusieran cierta resistencia en los inicios, les pasó factura para el resto de sus vidas/carreras—.
El segundo reside en las cualidades performativas de Leni Riefenstahl que, como la gran mayoría sabe, fue la figura cinematográfica más destacada del régimen nazi pero que no dedicó su carrera de forma exclusiva al servicio del nacionalsocialismo, sino que trabajo también delante de las cámaras con gran soltura. En este infierno blanco llamado Piz Palü (la montaña helada donde se desarrolla la acción), la gestualidad y en especial los primeros planos de Riefenstahl consiguen destacar incluso por delante de las espectaculares secuencias de avión o de la furia natural de las avalanchas de nieve —algunas de ellas reales, sin necesidad alguna de intervención humana—. La actriz y cineasta conocía bien el subgénero (ya había trabajado en dos películas anteriores con Fanck, con notables resultados) y en este film su actuación es tan meritoria y sacrificada que se dice que este rodaje, que se trabajó en condiciones extremas con temperaturas bajo cero, le causó una infección que la mantendría enferma de por vida.
Por otro lado, podemos enfrentarnos al sentido de la épica romántica de Pabst y Fanck en todo su esplendor. El alma errante del doctor Johannes en la búsqueda eterna del cuerpo de su enamorada, los delirios amorosos de la luna de miel de los protagonistas, la naturaleza sacrificial de la figura del montañista; todo ello amparado por la belleza mortal y casi sobrenatural de la montaña. También detenernos a disfrutar de la renuncia de ambos cineastas a la concisión narrativa (su título dura poco menos de dos horas y media) y a la celebración del deleite visual por puro esteticismo, como cuando se paran a observar las gotas que se desprenden de un témpano de hielo (aunque pueda tener alguna que otra lectura simbólica) o cuando componen pictóricamente la luz de las antorchas y los cuerpos de las personas que forman la expedición y que intentan salvar las vidas de las tres personas atrapadas en el hielo.
Quizás el irregular desarrollo de la trama romántica palidezca frente a otros aspectos de Prisioneros de la montaña, pero sin duda el filme firmado por Pabst y Fanck presenta numerosos puntos de interés, como los ya mencionados —célebre interpretación de Riefenstahl, contexto natural y hostil que encaja a la perfección con el trabajo de cámara, épica romanticista—, o su constante fuga de los tics de la estética del realismo documental, que provocan una lucha para huir de cierto gregarismo visual de la época y para (intentar) crear una suerte de nuevas narrativas o nuevas imágenes que hasta el momento (al menos durante las dos primeras décadas del cinematógrafo) eran prácticamente inéditas.