Tiene cierto encanto que se reinterprete un clásico hasta la saciedad con la intención de aportar nuevas luces a una misma historia. Es algo que viene ocurriendo con Pinocho desde que el autor italiano Carlo Collodi lo creó, teniendo en cuenta que en su primera versión tenía un final muy trágico y con el tiempo adoptó esa lectura positiva en la que el personaje se reformaba y el deseo de su padre y suyo propio se hacía realidad.
Aunque todos recordamos la versión edulcorada de Disney donde Pinocho (1940) nos demostraba que era un hábil y tierno mentiroso capaz de aceptar una voz interior personada en Pepito Grillo y ablandar el corazón de cualquiera (una actitud muy Disney), lo cierto es que no era la primera vez que se llevaba la historia de Collodi al cine. Es más, unos años antes, y en vista de que el Pinocho original no se adaptaba al espíritu que se debía ensalzar en la URSS, Alekséi Nikoláyevich Tolstói, sí, el mismísimo Tolstói, creó su versión del ya por entonces clásico instantáneo para que los niños pudiesen soñar con imposibles alcanzables. Así nacía Las aventuras de Buratino, germen principal de la obra que nos ha traído hasta aquí.
Unos años después de la adaptación, Aleksandr Ptushko daba vida a ese nuevo universo del niño de madera en Zolotoy klyuchik (1939), o lo que para nosotros sería el Pinocho soviético, una aguda película de aventuras que mezcla con mucha originalidad y pericia el ‹stop-motion› con la imagen real. La historia nos ofrece dos caminos, las pesquisas de un avaro titiritero poseedor de una llave dorada que abre la puerta que debería llevarle a un abismo de riquezas y fantasía, y un paupérrimo Geppetto (aquí Papa Carlo) que dará con un tronco parlante. A partir de aquí hay un gran despliegue técnico y muchos trucos de imagen que no dejan que envejezca esta película ni tan solo por un segundo.
Sin olvidar que Tolstói hizo de Buratino un personaje aventurero y travieso como el primero, pero ajeno a las mentiras que modificaban la nariz de Pinocho (no se podía transmitir un mensaje equivocado a los niños), no son tantas las variaciones entre ambos personajes, por lo que el reflejo de uno en el otro es más que evidente, con esa aleccionadora intención de mostrar que ser bueno, estudioso y respetuoso con los padres te lleva a una vida feliz, aunque ser excesivamente curioso y dejarse llevar por la mala fe de los otros… también te llevará a una vida feliz en algún momento, y mucho más divertida. Aún así, esta versión nos sorprende con algunas salidas tonales muy propias de la rigidez rusa que resultan incluso fascinantes (cómo obviar la escena en la que una marioneta enseña a Buratino aritmética y el resultado de tal tarea).
Zolotoy klyuchik es ingeniosa a la hora de tratar estos personajes. Las marionetas no necesitan de hilos para moverse por el mundo, Buratino ve transformado su cuerpo del ‹stop-motion› a la imagen real según requiera la acción, incluso algún personaje de carne y hueso debe convertirse momentáneamente en cartón-piedra para poder recrear algún magnánimo escenario. En todo momento se juega con las escalas para adaptar los tamaños de los personajes, y el aspecto teatral tiene un papel importante en una historia donde los artistas son personajes principales. Hay toques de humor sin renunciar a esas valiosas fábulas y moralinas que tanto gustaban en la época, con malos malvados y buenos idealizados. Llamativo es su final, este sí ajeno a la historia que conocemos, que permite que la película nos muestre unos decorados impresionantes con maquetas muy detalladas y esa irremediable invitación a apartarse del valor material de las cosas, olvidando en cierto modo la idea original de hacer realidad los sueños, pese a que ambas opciones vienen de “hacer lo correcto”.
Nos encontramos así una película inteligente en sus formas y con una historia peculiar que da una visión alternativa al Pinocho que tenemos siempre en mente, un relato de aventuras como perfecto pasatiempos que no defraudará.