El deporte, no como tal, sino como escaparate de vidas ajenas, circos mediáticos que airear e incluso rivalidades que han llegado a dar más fuera que dentro de la propia disciplina en cuestión, ha estado marcado con el paso de los años como algo más que un propio ejercicio competitivo o de superación. Algo que se ha visto reflejado innumerables veces en televisores o periódicos de medio mundo y, cómo no, ha sabido hallar en el medio cinematográfico un mecanismo a través del cual retratar aquello que precisamente no debería imperar en el deporte y, sin embargo, así sucede en más ocasiones de las que desearíamos. Ese citado retrato ha encontrado en la dramatización de historias basadas en hechos reales su punto álgido sin llegar a constituir en la mayoría de casos una crítica o visión más mordaz acerca de las propias situaciones expuestas; algo que, sin la misma pasarela mediática, sí ha logrado sin embargo la nueva comedia americana, cuya falta de complejos ha propiciado en no pocas ocasiones estampas verdaderamente ácidas sobre una realidad mutada mediante ese prisma disparatado, pero tan o más certera que cualquier amplio análisis a un mundo capaz de sumirse en un caos absoluto por la irrupción del más simple de los elementos.
En ese contexto, pocos nombres como el de Will Ferrell han otorgado tantas vertientes a un género en el que el de California ha sabido moverse como pocos, estableciendo la sátira como una de sus vías articulares en todo escenario que se precie —ahí están títulos como El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, la Zoolander de Ben Stiller o, en menor medida, cintas como Pasado de vueltas o la más reciente Casa de mi padre para atestiguarlo—. Es, de hecho, el ámbito deportivo, un subgénero en el que pocas categorías se le resisten a Ferrell —del automovilismo en la citada Pasado de vueltas al baloncesto en Semi-pro—, y que obtenía en Patinazo a la gloria quizá una de las mejores versiones que ha dado el cómico norteamericano en la gran pantalla, unido a la presencia de un fantástico Jon Heder —que venía de protagonizar la genial Napoleon Dynamite unos años antes, y cuyo declive a día de hoy a juzgar por sus aptitudes resulta todavía incomprensible (pocas aportaciones destacables más se le recuerdan, a lo sumo la realizada en Réalité de Dupieux)— y a la memorable dupla formada por Amy Poehler y Will Arnett.
Tener un reparto de tal calibre no siempre ha sido sinónimo de éxito, pero el tándem integrado por Josh Gordon y Will Speck comprenden a la perfección los entresijos de un género que, ante esa temática, ni mucho menos se puede limitar a ofrecer una punzante visión del asunto: la referencialidad, la hibridación de la comedia e incluso una mirada cáustica a la propia sociedad conforman un arco necesario que ambos cineastas comprenden como tal; desde la disposición de dos carácteres antagónicos —uno, Ferrell, adicto al sexo, de naturaleza provocadora y temerario; y el otro, Heder, niño de papá, de educación conservadora y puritano a más no poder—, el entendimiento de la disciplina deportiva más allá de sus confines —ese fan enloquecido por el personaje de Heder, el casi residual papel de William Fichtner o los despiporrantes enfrentamientos entre Ferrell y Heder— o la comedia sin límite alguno, Gordon y Speck componen uno de esos relatos donde absurdo y patetismo se dan la mano con la aspiración de reproducir un universo a través de la carcajada. Patinazo a la gloria lo consigue prescindiendo además de ciertos elementos de la narrativa clásica en este tipo de films —como ese modo de ignorar el tan típico relato de superación en una conclusión donde la relación entre los personajes cobra más peso que los vencedores o vencidos— y logrando que Heder y Ferrell brillen con luz propia subvirtiendo los complejos de una nación que encuentra en lo macarrónico de uno y el candor del otro la mejor de las respuestas.
Larga vida a la nueva carne.