La honradez es una de las virtudes más grandes que puede tener un ser humano. Cuando nos topamos con una persona honrada, que aparenta ser impecable en su vida pública y privada, tendemos a desconfiar en un primer momento dada la poca gente que suele comportarse así en estos días. Sin embargo, con tipos como Henry Holland, que lleva vigilando el traslado de lingotes de oro desde hace ya una infinidad de años sin que haya surgido el más mínimo contratiempo, es imposible ser escéptico; todos loe consideran la cima de la honradez. Y esta será su mayor baza cuando, harto de que su virtud se haya convertido en una lacra, decida dar un gran golpe que le resuelva su cada vez más cercana jubilación.
Oro en barras (The Lavender Hill Mob en su título original) es una cinta que, en clave de un reconocible humor británico, pretende transmitir cómo las apariencias muchas veces engañan. Crichton, curtido cineasta que llegó a alcanzar la fama internacional con su última película Un pez llamado Wanda, lleva la batuta en este loco relato que está a medio camino entre lo absurdo y lo ácido, sin apostar claramente por ninguno de los dos extremos de la comedia.
La película se cimenta a través de un gran flash-back que sucede a una primera escena en la que Holland charla con diversos personajes en un bar cualquiera de un país sudamericano, probablemente Brasil. Aquí vemos por vez primera el rostro del gran Alec Guiness, acertadísimo protagonista dada la experiencia previa que tenía en estos disparatados proyectos (recordemos Ocho sentencias de muerte y sus respectivos ocho papeles). Imposible no reconocer en esta primera secuencia a ese mito llamado Audrey Hepburn, que tendría aquí uno de sus primeros papeles al igual que el no menos reputado Robert Shaw. Dos anécdotas que ayudan a penetrar en una película cuyo inicio representa la parte menos magnética de este trabajo, aunque aporta detalles que a la postre servirán para resolver el entramado argumental del mismo.
Un guión repleto de gags que funcionan bastante bien (sobre todo por ir acordes al carácter de los personajes) es complementado por una curiosa y agradable habilidad en el manejo de la puesta en escena. Sorprende encontrarse en Oro en barras con algún que otro toque expresionista, como aquella sombra en la secuencia del “reclutamiento” de gángsteres o el memorable descenso alocado por las escaleras de la Torre Eiffel. Precisamente desde esta escena hasta los créditos finales, la película ostenta de una gran calidad cinematográfica reflejada en detalles como el acertado uso del montaje que favorece una desternillante persecución en la parte final de la obra, poseedora de un tono que podrían haber firmado los mismos hermanos Marx.
¿Se saldrán los ladrones con la suya o serán cazados por la policía? Es la pregunta que siempre nos hacemos los espectadores al ver un film de atracos. Pero, en esta ocasión, es casi lo de menos. Crichton firma con Oro en barras un trabajo que reúne casi todos los componentes que debería tener una buena comedia y, más concretamente, toda película de atracos que se precie. Proponiendo la locura en el desarrollo de la trama y no en el guión en sí mismo (que es en lo que fallan la mayoría de estos films), Oro en barras consigue no sólo ser una cinta tremendamente adictiva e incluso vibrante en sus instantes finales, sino que también deja en la memoria varias escenas de postín que gracias al fino estilo con que están rodadas y a la peculiar gracia de Alec Guiness son difíciles de olvidar. Más que recomendable alternativa para los que deseen disfrutar de una película de atracos con un enfoque diferente al habitual.