Al igual que ocurrió con el thriller político, la década de los setenta fue una época rica en cine de espionaje. Al menos, en un cine de espionaje de carácter marcadamente serio y adusto, alejado del espectáculo y los aires pulp (cuando no directamente pop) de las décadas previas. Ahí están títulos como La carta del Kremlin, Scorpio, Los tres días del Cóndor, El molino negro o El hombre de Mackintosh para corroborarlo. Nueva moda en el crimen (extraño y un poco absurdo título español para The Internecine Project), del británico Ken Hughes, supone otra interesante pieza en la colección, igualmente beneficiada por un tono sobrio, mesurado, y por abordar, con una sombría displicencia, la amoralidad en la que se mueve el personaje principal de la película: un agente secreto (brillante James Coburn) que, en vistas a ocupar un alto cargo en el gobierno estadounidense, deberá antes atar varios cabos sueltos que pueden poner en peligro su nueva actividad profesional.
A diferencia del cine de espías de aquellos años, intrincado en su búsqueda de realismo, Nueva moda en el crimen no se preocupa del espionaje en sí, ni de la tensión ruso-estadounidense que marcó aquella época convulsa, sino que se limita a mostrar la gestación y desarrollo de un maquiavélico plan de asesinato múltiple, sin dejar por ello de lado los elementos y tics habituales en el género (las llamadas de teléfono, los códigos secretos, las charlas conspirativas, los magnetófonos, etc.). Es decir, se apuesta por una sencillez argumental que choca con la complejidad de los thrillers que se facturaban por aquel entonces, pero al mismo tiempo comparte una estética y un talante narrativo muy similares, manteniendo por tanto el atractivo de todo aquel cine inquietante y decididamente adulto.
La principal virtud está en el ingenio del plan siniestro de Coburn y en la minuciosidad con la que éste es desplegado en pantalla, algo a lo que no es ajena la dirección meticulosa de Hughes. Es un cine en el que el manejo del tiempo resulta fundamental, y esto su director lo solventa, al menos, con profesionalidad (incluso con algunos detalles de turbiedad que quedan en la memoria, como el contundente asesinato en la ducha), si bien uno babea con lo que hubieran podido hacer con este material maestros de la puesta en escena como Spielberg, De Palma o Fincher. Por el contrario, la película se queda un poco corta en su alcance al no querer ir más allá de su original punto de partida, también al desperdiciar algún personaje/subtrama (la de Lee Grant, básicamente), cuya importancia en la narración acaba siendo demasiado residual.
No obstante, dentro de su sencillez funciona con bastante precisión. Sobre todo, gracias a su atmósfera sombría y a su inclemente reflexión sobre el poder y la falta de escrúpulos con la que se ha de lidiar si se quiere alcanzar. El buen nivel medio que reflejan sus principales apartados técnicos (fotografía, música, montaje…), así como la solvencia de un reparto británico muy entonado (en el que sobresale un estupendo Ian Hendry, capaz de transmitir toda la vulnerabilidad y el temor del mundo con un solo tartamudeo) hacen de esta poco conocida, mas valiosa, película de Ken Hughes, uno de esos títulos menores pero que bien merecen ser recuperados, sobre todo si se es fan del cine de espías de corte más clásico. Y muy especialmente, si uno gusta de espectáculos turbios y cínicos como este, que, más allá de trabajar con sujetos de acusada amoralidad, mantienen en su centro cierta rectitud ética bañada en vitriolo, como refleja muy bien su irónico desenlace.