Una jinetera mira fijamente a un hombre buscándolo como cliente. El hombre la mira fijamente captando el deseo y se acerca. La imagen se congela y entonces nos percatamos del error. Es el hombre el tentador, el que ofrece la manzana y es ella, la que presa del calor, del deseo decide ir con él. Pero la acción sigue, y los dos se van juntos, no hay transacción alguna que sea visible. Ella con su cigarro, él con su manzana y el deseo compartido. Ambos han jugado al equívoco, y ambos se han llevado la porción del deseo que anhelaban.
Así, exactamente es como Carol Reed abre Nuestro hombre en la Habana. De una manera sensual, marcando claramente el contexto caribeño, y al mismo tiempo estableciendo el tono del film de forma sutil pero efectiva. Las dos palabras clave serán flema e ironía. Sí, jugaremos a los espías, sí hablaremos de la paranoia y la guerra fría, sí habrá drama, pinceladas de la corrupta autoridad y la empobrecida sociedad cubana, pero todo muy british, con esa sonrisa ladeada del estoico que, acaba pasándose al cinismo «laissez fairista».
En el fondo, Reed describe la historia de unos espías de actitud grave, encantados de conocerse a sí mismos, que parecen estar implicados en asuntos de increíble trascendencia pero que solo buscan implicar a pobres diablos para obtener un cierto consuelo sentimental. Se trata al fin de convencer a otros pobres hombres de que pueden ser importantes a base del truco más viejo del mundo: engañar a los otros a base de engañarse a uno mismo de la manera más efectiva.
El escogido es, en efecto, un tipo simple, un comerciante que, interpretado con una dosis fuerte retranca por Alec Guiness, no duda en satisfacer sus deseos de ascenso social y económico a base de mentir más que de hablar. Una escalada que cuesta el sudor del calor caribeño, pero que se realiza con una cámara que en realidad se desliza como un suave paseo. En efecto Reed quiere dotar de una sensualidad de siesta perezosa a las acciones de sus personajes. Empeñados en moverse continuamente para esconder su inactividad, la cámara se desplaza de un lugar a otro suavemente, nos traslada a diferentes escenarios que, en realidad, pasados unos minutos nos percatamos que son siempre los mismos. Un bucle pues que no comporta una sensación de laberinto agobiante sino más bien de teatrillo vodevilesco. De paredes de cartón piedra que se alternan para disimular el estatismo de las gentes que por el escenario transitan.
En el fondo todo está en el libro de códigos que utilizan para comunicarse. Unos cuentos de Shakespeare que no dudan en denostar al decir que uno «no puedo leer un libro así sin poesía». O lo que es lo mismo, referirse a ellos mismos como meros posers, valiéndose de interpretes de primera cuando no pasan de comediantes de feria. Claro está que, como en toda representación por banal que esta sea, el desarrollo de los hechos conlleva imprevistos, dramas e improvisación. Lo importante, sin embargo, no es lo que ocurre sino cómo se narra, como se vive, como se afronta y, lejos de girar hacia zonas más oscuras, el film sigue fluyendo hacia una cierta amabilidad dramática. Como si en el fondo nada de lo tremendo que ocurre fuera real, como si fuera parte de el poder ficcional de los protagonistas. Como si la muerte, el engaño y la traición fueran simples pieles que mudar a la manera de una serpiente sinuosa que es mala porque la calificamos así desde fuera, no porque su maldad sea autoconsciente.
Los británicos (gente como usted es la frase usada) no son torturables. Eso es lo que le dice el sádico jefe de la policía de la Habana a Alec Guiness. Es el reconocimiento que más allá de la intuición de la mentira que se esconde hay un reconocimiento de una cierta superioridad moral del hombre blanco respecto a sus “colonias” y al mismo tiempo un cierto aire chulesco y desafiante en el acuerdo tácito de hacerse pasar por ignorante mientras le dejen tener el control de la situación. Eso mismo, sin caer en conceptualismos tan abstractos, es lo que posiblemente piensa el protagonista frente a sus jefes ingleses, o lo que la hija piensa frente el padre o definitivamente lo que Carol Reed piensa de la humanidad y deja traspirar con elegancia en cada fotograma de Nuestro hombre en la Habana. Una comedía de espías que en realidad habla de las no tan ingenuas relaciones de poder entre las personas. O de tontos que van de listos y listos que van de tontos unidos en un mismo objetivo: vivir un minuto más aunque sea costa de los segundos ajenos.