Si una guerra ya debe de ser dura en grupo, es mejor no pensar en lo que sería quedarse solo y desamparado en el transcurso del conflicto. Exceptuando a aquellos que lo hacen por voluntad propia (desertores), de manera transitoria (paracaidistas) o por la propia naturaleza de la misión (infiltrados), perder de vista a los compañeros tiene que suponer un duro revés, más aún si uno los ha visto caer frente a sus ojos. Dos estrenos de esta semana narran una historia bajo esta premisa de soledad: Mine centra sus atenciones en el desierto afgano y Passengers, en un hombre que tras una avería se despierta mucho antes de que la nave llegue a su destino. Sin entrar a valorar la calidad de estas dos obras, sobre este asunto quizá encontremos una propuesta más atrayente en Nobi (Fuego en la llanura), cinta del japonés Kon Ichikawa —autor de El arpa birmana como película más destacada— que se proyectó en la gran pantalla allá por 1959 y que se ambienta en una de las numerosas batallas del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, concretamente la que tuvo lugar en Filipinas.
En el comienzo de Nobi, un soldado japonés llamado Tamura recibe una curiosa bronca de su superior. Este le recrimina su incapacidad para luchar en las condiciones en las que se encuentra, enfermo de tuberculosis, por lo que le sugiere que vuelva al hospital del que acaba de salir para pedir que le reingresen. Y eso no es todo: dado que la comida escasea y la preferencia a la hora de llevarse alimentos a la boca debe ser para los combatientes, el superior le ordena a Tamura que se suicide con una granada si es rechazado en su destino. El protagonista partirá entonces a una nueva misión en solitario y sin perspectivas de recibir honores, con la única meta de intentar sobrevivir en un horrible escenario a costa, por cierto, de desobedecer una orden directa.
Tras el visionado, uno se sorprende en un primer momento de que Nobi sea un film tan poco reconocido. Pero basta investigar un poco para hallar el motivo real: la dureza de sus imágenes supuso un impacto demasiado fuerte para su época. Hubo quien la llegó a calificar de barato alegato anti-bélico, aunque por fortuna hay quien ha remendado esta expresión cambiando el “anti” por “realista”. Hoy en día estamos vacunados contra casi todo lo que se refiere a la violencia y por ello Nobi penetra de manera más fuerte en el cerebro que en los ojos o en el corazón. Pero aun así llama la atención en casi todas las secuencias que nos enseña durante sus 105 minutos de metraje. La desesperación que siente un soldado cuando tiene que elegir entre disparar o poder ser disparado, la brutal escasez de alimentos, las dudas que se ciernen a la hora de elegir entre seguir combatiendo o rendirse, la difícil convivencia con desconocidos por más que estos sean compatriotas… Todo ello lo resalta Ichikawa a través de escenas que no se cortan en mostrar sangre a borbotones o canibalismo puro, pero que están lejos de resultar gratuitas. Especialmente llamativa es una secuencia sobre un ataque aéreo que nos demuestra la ridícula línea que en una guerra separa al ser humano de la muerte.
Voluntariamente o no, Nobi parece alejarse de la intensidad cinematográfica de una obra coetánea —y, por qué no decirlo, también de más calidad— como la trilogía de La condición humana, que en sus dos primeras partes sigue una línea parecida a la de este film. Pero la película de Ichikawa también permanece a años luz de cualquier superproducción de la época; la inexistencia de épica, carisma y falsedad en los personajes de Nobi marca el punto de distinción que la acerca a convertirse en una pieza histórica sobre la crueldad de aquellas batallas en el Pacífico, pero también a un perenne muestrario sobre las penurias de la guerra en general. Sobre todo cuando esta se hace en solitario.