Bob Clark es uno de esos padres del terror que transmitía a sus imágenes un punto de acidez imposible de replicar. Navidades negras es un totem en el cine que enfatiza el género inundado de calidez navideña, y muchos han querido revivir esta fantasía. De hecho, la película sufre estos días una relectura en la gran pantalla remarcando el empoderamiento femenino por su directora, Sophia Takal, y no es la primera vez que se intenta resucitar el espíritu navideño más oscuro.
Muy bien la búsqueda de nuevas lecturas sobre un mismo tema, pero lo cierto es que la película de Clark se conserva estupendamente, y verla es como un continuo flashback, descubriendo vez tras otra los múltiples homenajes que ha creado a lo largo de los años en el cine de aquellos que crecieron con Navidades negras.
Debo tildar de acierto la existencia de toda película que base el terror en la edulcorada etapa navideña, el contrapunto perfecto para cualquier ente o asesino que se precie. Una ambientación adorable y repelente a partes iguales que despierta el espíritu psycho de una gran parte de la población, es un espacio ideal para transgredir la comodidad del hogar. Para Clark parecía claro que debía aprovechar esos dos puntos fuertes, el entorno familiar y la incomodidad generalizada, convirtiendo la festividad en un fondo ilusorio y electrificado que entona a partes iguales la candidez y la muerte.
Porque eso se ha buscado en multitud de ocasiones en las mujeres que protagonizan slashers, una falsa candidez que el director estrangula literalmente en el desarrollo. Nos encontramos en una hermandad universitaria femenina, así que hay tiempo para destacar las distintas personalidades de sus protagonistas, eliminando la imagen de indefensión o sometimiento por parte de todas ellas.
Es uno de sus atractivos, la viveza de unas mujeres que no entran en los cánones de víctima más allá de su situación estratégica. Clark estimula conversaciones y actitudes libres de presiones sociales, dentro de un contexto donde son el objetivo de una sombra lasciva. Porque siguiendo los movimientos de cámara más giallescos, el asesino es poco más que ojos y manos, con un poco habitual contrapunto: tiene multitud de voces. El acoso telefónico —hola, Scream de Wes Craven— es la vía directa con un acecho invisible, que permite la entrada de otro de los grandes hitos del terror junto a la navidad: la actuación policial y su maravillosa ineptitud ante el dolor ajeno —algo siempre visible en este género—.
Todo ello unido con la maestría que solo el creador de Dead of Night y Porky’s podía influir en un mismo film, Black Christmas juega con el tempo: sabe romper la tensión en momentos muy álgidos saltando a escenarios relajados, incluso cómicos, que distraen con eficacia la atención, dejando respirar al espectador. Al mismo tiempo, sabe prolongar una especie de imagen ilusoria sobre la muerte. Apenas hay un contacto directo, y casi todo sucede fuera de campo, pero explota sí nos hace partícipes del final de sus víctimas, disfrutando incluso de un reflejo de muerte puramente artístico.
Divertida, tensa y visualmente vigorosa, Black Christmas es un must navideño que rescatar año tras año, incapaz de envejecer.