Los hermanos Pang fundamentaron Muerte en Bangkok (su ópera prima y pieza inaugural de una trilogía criminal ambientada en la capital tailandesa) en el arquetipo del asesino a sueldo que Jean-Pierre Melville dotara de un aura de gélido romanticismo en El silencio de un hombre (Le samouraï, 1978). Curiosamente, si bien los protagonistas de ambas películas comparten rasgos fundamentales (son personajes desgajados —voluntaria o forzadamente— de la sociedad, ejecutores silenciosos regidos por un código ético propio e intransferible), ambos títulos no pueden situarse en puntos estéticos más opuestos. Muerte en Bangkok es, de hecho, prácticamente la antítesis del modelo estético “melvilliano”: donde uno construye una puesta en escena fría y meticulosa, de naturaleza casi matemática en su obsesión por el equilibrio y la geometría, los otros apuestan por una exuberancia visual que se diría heredada del Wong Kar-wai de sus primeros años, jugando con las texturas, los virados de color y la cámara lenta, así como priorizando el detalle (el énfasis en lo minúsculo) por encima de lo general. Si el estilo no se siente genuinamente personal, dados los referentes utilizados, sí deja entrever al menos una cierta habilidad para trastocar las expectativas del espectador y asumir una serie de riesgos que diferencian su propuesta del grueso de cine de acción de su época.
Entre los aspectos más osadamente llamativos, está el hecho de querer contar su historia recurriendo lo menos posible a la palabra. Puede que el guiño a Chaplin (o incluso el hecho de que el protagonista sea sordomudo) sea fortuito, pero, dada la escasez de diálogos que jalonan el metraje, bien pudiera interpretarse como una forma de reivindicar el poder narrativo de la imagen en tiempos en los que su impacto se merma o infravalora a través del exceso de palabrería y la sobreexplicación de cualquier índole. De este modo, la película se siente, antes que nada, como un ejercicio de estilo a contracorriente, más preocupado por transmitir la carga trágica de sus personajes mediante el poderío de sus imágenes y la inventiva de su puesta en escena, que en vehicular un ejemplo de cine de acción comercial al uso, si bien esa vocación autoral queda un poco en evidencia ante determinadas decisiones argumentales (sin ir más lejos, la historia de amor, cuyo simplón y remilgado romanticismo bordea a menudo la cursilería, o la forma un tanto sobreactuada en que se plasma la culpa y la redención del protagonista) que zancadillean los supuestos logros de la película.
Muerte en Bangkok es, pues, una obra que parece constantemente atrapada entre dos fuerzas opuestas: la de una búsqueda de la singularidad tonal y narrativa, y la de una sencillez argumental (y melodramática) que no hace más que mermar el impacto real de la cinta, al remitir a un cine de calado más básico y no especialmente dado a sutilezas. En cualquier caso, sí hay pasajes e ideas de puesta en escena que certifican la voluntad de riesgo de sus autores, incluso cuando estas ideas no terminan de funcionar en pantalla (el asesinato en el coche en una oscuridad casi total). Esas cotas de necesaria ambigüedad que debieron rodear al personaje principal, así como complejizar las relaciones establecidas con los otros personajes (el mentor torturado, la aspirante a novia), se compensan con una narrativa sinuosa de gran atractivo estético: ambientes viciados, luces de neón, música disco, abundancia de planos cortos… los personajes se mueven por una Bangkok misteriosa y nocturna, también violenta y sórdida (la escenificación de la violación tiene un punto malsano), a la que los hermanos Pang saben sacarle partido con su manierismo decadente, que realza la vena fatalista por la que se va deslizando progresivamente la narración.
El resultado es tan desigual como estimulante. Una carta de presentación que pone sobre la mesa el talento en bruto de una pareja de cineastas que parece haber mamado por igual tanto cine de género como cine de autor (de la última hornada: en algún punto la estética de la obra se siente pelín coyuntural y caduca), pero que aún es incapaz de cuadrar una voz propia y de gestionar sus ideas con la eficacia necesaria, de ahí que junto a escenas formalmente brillantes (el clímax final en la fábrica) convivan otras donde prima la confusión o un exceso de elaboración estilística. En cualquier caso, su intensidad es bienvenida, así como la buena mano de los Pang tanto para la imitación de voces ajenas (la vampirización del estilo Nakata/Shimizu en su posterior The Eye es buena prueba del camaleonismo estilístico y genérico de la pareja) como para la ejecución de un cine de género levemente alejado de los patrones habituales, y cuya solvencia no tardó en llamar la atención de los ejecutivos de Hollywood, que intentaron importar el talento de los hongkoneses sin demasiado éxito. Sirva de ejemplo el remake que hicieron los Pang en 2008 de Bangkok Dangerous bajo el protagonismo de Nicolas Cage (luciendo uno de sus mejores peluquines): una cinta tan maltratada por la crítica como, en el fondo, disfrutable y hasta parcialmente creativa.