Del dicho popular «la letra con sangre entra» pasamos a la máxima de Mi proyecto científico, que vendría a ser «la ciencia, a base de chispazos eléctricos, se aprueba».
Nos encontramos en 1985, cuna del cine de entretenimiento. Pocos años antes, John Stockwell había participado en Christine, ya sabéis, la película de Carpenter sobre el coche asesino. Ese mismo año se estrenaba en cines la que sería una de las sagas favoritas del sci-fi, Regreso al futuro. Uno antes, Jonathan R. Betuel veía en la gran pantalla su nombre en los créditos de Starfighter: La aventura comienza como guionista.
Si lo juntamos todo y lo agitamos con fuerza, descubrimos la descarada mezcla con la que nació Mi proyecto científico (My Science Project, 1985), película debut de Jonathan R. Betuel como director que sobrevive a base de la inspirada idea de mezclar objetos extraterrestres, viajes en el tiempo y jóvenes estudiantes de instituto.
Porque la película comienza así, recordándonos ese pasado americano en el que se escondían los descubrimientos del espacio exterior en laboratorios soterrados para crear archivos clasificados sobre ellos. Una vez olvidado todo, saltamos a un instituto, a un muchacho manchado de grasa de coche (un John Stockwell convirtiendo en sello de identidad su interés por los carburadores y de guapura digna de póster en la pared para las jóvenes de la época) y a una clase de ciencias cuando está a punto de acabar el semestre.
¿La gracia de esa clase? Que resultará el desencadenante, ya no solo de la presentación de personajes, sino de la necesidad de rebuscar entre la basura cósmica para aprobar la asignatura. Un profesor hippie, interpretado sorprendentemente por un Dennis Hopper entregado a la causa, que obliga a Mike, nuestro héroe, a liarla a lo grande para conseguir esos créditos que le faltan para pasar de curso, nos invita a una aventura de realidades paralelas de espacio limitado.
Citaba a Regreso al futuro, que tenía el coche, los viajes en el tiempo, el ‹mad doctor›, el condensador de fluzo y el presupuesto. Pues bien, Mi proyecto científico tiene pequeñas variantes que la convierten en digna competidora de parafernalia injustamente llevada al olvido, quizá por una pequeña falta de ideas a la hora de armar la historia completa, pero gratamente original cuando se trata de inventar en favor del espectáculo.
Mike encuentra un aparato que va chupando energía de toda fuente que se encuentra a su paso, y al más puro estilo de “¿esto qué es?” nos divierte con curiosos efectos ópticos y muchos destellos luminosos. Para no olvidar el instituto, el director nos ofrece una amalgama de personajes arquetípicos de película de instituto, cada uno con su propia presentación, donde hay malos, empollones, chulos, punkies o populares, todos a su modo futuramente llamados ‹freaks›, junto a esos adultos nunca sustento de fuente de sabiduría, que decoran la historia para reforzar su lado palomitero.
¿Lo bueno? Aquí no se trata de viajar al futuro o al pasado, porque todo ello viene al instituto a visitar a esta pandilla de estudiantes; así, además de objetos voladores sin contexto alguno, disfrutamos de una parte final donde cada estancia del edificio se convierte en una visita a personajes históricos que se mezclan con la actualidad que viven, transformando así el instituto en una serie de fases de videojuego que los muchachos deben superar para llegar a la gran pantalla final, en la que intentar que el caos reinante que ellos mismos han creado por casualidad acabe.
Datos técnicos imprecisos, chistes malos por doquier, situaciones imposibles de sostener por sentido común, Cleopatra y un dinosaurio en el mismo plano de realidad y mucha pirotecnia convierten a Mi proyecto científico en una película perfecta para los amantes de lo ochentero, que surgió en un verano con demasiados competidores para ganarse un espacio en el recuerdo (no olvidemos que ese año las aventuras de ciencia-ficción también nos regalaron Exploradores y Cocoon entre otras). También cabe destacar la apasionante cinefilia del director, que sabe colocar referencias como un perro viendo en la tele Las aventuras de Rin-Tin-Tin, los malotes con máscaras de soldados imperiales de La guerra de las galaxias para ocultarse durante sus vandalismos o al irreverente amigo del protagonista citando Los cañones de Navarone en plena batalla de supervivencia.
Además tenemos “ese” final, que nos lleva a la situación inicial pero con un joven que ha abierto su campo de visión y ampliado su rango de prioridades, y que es tan fatídico como necesario. Que estamos en una película de adolescentes, no de futuros defensores el universo. Entretenida y sin complejos, solo queda disfrutar.