La simple estampa del reencuentro entre siete personajes, ya en plena etapa adulta, que se adentran campo a través acompañados por un balón de fútbol se siente tan obvia como funcional; una imagen que, al fin y al cabo, podría considerarse recurrente y llevarnos a deslizar el pensamiento en torno a uno de esos ejercicios un tanto añejos donde la melancolía se cierne sobre ellos y compone el marco idóneo desde el que armar un retrato generacional. Lejos de todo ello, Memory Lane, segundo largometraje tras las cámaras de Mikaël Hers (más conocido por títulos como Mi vida con Amanda), deja a un lado cualquier preconcepción en un primer acto que parece desplazar la narrativa clásica en pos de una cierta liviandad de lo más significativa; así, la presentación de sus personajes queda reducida a un texto que solo contextualiza (y con palpable vaguedad) en alguna ocasión, y se sirve así de determinados apuntes para ir rearmando los motivos de un relato que sabe muy bien hacia donde se dirige en todo momento.
Y es que, lejos de estar ante una sensación de pérdida y desconcierto —que no sería, ni mucho menos, inapropiada— debido a ese vaivén a partir del que sostiene Hers su trabajo, apostando por una configuración narrativa donde todo parece estar resuelto desde el más puro anecdotario, Memory Lane tiene meridianamente claros los pasos de una crónica donde cada aportación equilibra su significado, llevándola a un terreno donde se siente más universal —motivo por el que, quizás, resulta (aún) más expresivo perderse entre las distintas historias y, en especial, entre los distintos personajes—.
Esa colección de retales que dispone el cineasta francés, funciona de este modo como una colectividad armada en pos de unas intenciones que, no por antojarse diáfanas, pierden una eficacia que se alimenta de cada pequeña aportación, (aparentemente) inconclusa o no. Es así como el film se antoja capaz de explorar temas tan distantes como la más que posible pérdida (desde la enfermedad) o la recepción de una nueva vida (en torno a la paternidad): dos conceptos contrarios entre sí, pero precisamente, y de ahí lo certero que se siente cada paso que da el relato, interconectados de un modo más o menos ínfimo en esa etapa adulta a la que dirige Hers su mirada; una etapa desde la que afrontar procesos que se pueden antojar extraños, pero capaz sin embargo de llevar un sentimiento conocido al terreno de la primera vez, de lo realmente desconocido o ajeno, transformando el deseo en una sensación lejana a la razón.
Más allá del prisma del autor de Ce sentiment de l’été, ese que transforma la pulsión nostálgica desde algunas de sus imágenes con una facilidad inusitada, o que logra que todo fluya en torno a una suerte de naturalismo que condensa a la perfección el tono del relato, Memory Lane destaca por saber deducir de su estructura las claves de un período complejo sin necesidad de recurrir a conflictos o artificios; puede, en efecto, que el modo en que afronta el galo su obra desplace de algún modo al espectador por el hecho de sostener el film a través de una transparencia inusitada, pero tan cierto es como que sus decisiones sirven para alimentar las bases de un retrato que en todo momento es capaz de proponer y arrojar nuevos matices que lo enriquezcan. Y, precisamente, en ese acto de transitar un cierto minimalismo, de hacer de la simple anécdota parte de un todo mucho más significativo, es donde obtiene su valía un film que, lejos de lo que se podía llegar a deducir de una de sus imágenes germinales, ni mucho menos se conforma con exponer marchitos tópicos, ni desde una consecución visual que obtiene estampas meritorias, ni desde la gestación de un relato que, con sutileza, sin explicitarse, consigue que el conjunto obtenga una lucidez a priori alejada de los menudos mimbres de la propuesta, pero sobre el tapete tan real que, por momentos, casi se puede palpar.
Larga vida a la nueva carne.