No es casualidad que, en la escena de apertura de este fascinante, complejo documental, suene el Dream que interpretaran The Pied Pipers para ilustrar ese edénico Shangri-La en miniatura que da título a la película y que constituye el motor de la existencia de su enigmático protagonista, Mark Hogancamp. En esa invitación a soñar, con la creencia de que los sueños se tornan realidad si crees lo suficientemente en ellos, radica el poder de seducción del film y del personaje, un tipo que, tras sufrir una brutal paliza, halló refugio en Marwencol, singular recinto imaginario en formato bélico poblado por barbies y soldados de juguete, a su vez reverso ficticio y amable de una realidad hostil que, literalmente, lo había golpeado hasta vaciarle por completo de todos sus recuerdos. Lo que en principio nace como hobby con fines terapéuticos (la creación de la maqueta de una ciudad que permitiera al protagonista ejercitar su cerebro y su memoria) vira rápidamente en obsesión, permitiendo cuestionarnos sobre el poder salutífero de la imaginación, pero también sobre sus límites y peligros, sobre la alienación como estado del alma, sobre la difusa y esquiva naturaleza del arte o sobre cómo la ficción somatiza nuestros desequilibrios psíquicos y emocionales, a menudo dándoles una necesaria vía de escape.
Malmberg maneja un material tan rico y difícil con sobriedad, priorizando cierto tono poético y melancólico a la hora de acercarse a Hogancamp y sus criaturas, y aquí lo de acercarse es también literal: filma a las figuritas en plano detalle o primer plano, así como atiende con verdadera curiosidad a las peripecias que su particular demiurgo nos relata sobre ellas. Es decir, comprende hasta qué punto ese mundo irreal, fruto de la invención, está profundamente incrustado en la personalidad de Hogancamp. La necesidad de introducir personas reales, cercanas a él (familia, amigos, etc.), en ese universo ilusorio a modo de alter egos, para luego insuflarles sentimientos y plantear vínculos y relaciones que no tienen correspondencia en la realidad, pone en alerta sobre el potencial enajenante de todo el asunto. Porque, si bien constituye una vía inocua, presumiblemente sana, de canalizar la ira que de manera comprensible almacenó el personaje tras sufrir aquella terrible agresión (agresión que, con matices, reproducirá también en el universo de Marwencol), del mismo modo absorbe a Hogancamp hasta niveles inquietantes, impidiendo que la expresión de su personalidad trascienda aquellos límites tan acotados y pueda, por ende, desarrollarse en el marco necesario (¿necesario?) de la realidad.
A ello hay que sumar que dicha personalidad es ya de por sí compleja y problemática: del antiguo Hogancamp se sabe que era un alcohólico con tendencia al travestismo; del actual, más allá de conservar su fetichismo por ciertos artículos de mujer (zapatos, medias), se percibe claramente una desarmante benevolencia de carácter, donde prima la ingenuidad y la honestidad, pero donde también puede caber cierta misoginia y hasta ciertas pasiones reprimidas y no del todo aclaradas. Todo esto, con la carga freudiana y psicoanalítica que se quiera, se plasma en Marwencol (la ciudad), que acaba siendo una muestra inmejorable de arte enajenado, como en su día pudo serlo el de Henry Darger. Como se apunta en un momento determinado del film, el poder de las fotografías que toma Hogancamp se desprende de su autenticidad, de su absoluta falta de ironía: no es un autoconsciente ejercicio de arte pop, sino una creación inconsciente de su propia naturaleza artística. La película explora con inteligencia el tránsito invisible que va de la actividad terapéutica a la pura pulsión creativa, aquí cimentada en una obsesiva atención al detalle que genera imágenes extrañas e imborrables.
Finalmente, la película plantea un inquietante juego de espejos entre realidad y ficción. El modo en el que Hogancamp introduce traumáticas experiencias del pasado en la narrativa ficticia de Marwencol sugiere la posibilidad de un universo paralelo en el que puedan satisfacerse aquellos deseos que no fructifican en la vida real. Su autor, así, concibe una imagen de sí mismo y de aquellos que le rodean acorde a sus propios intereses y necesidades, obviando el hecho de que más allá de esa burbuja en la que Marwencol se halla atrapada esa realidad no tiene validez. Y, sin embargo, la misma aporta serenidad y plenitud al protagonista, que, aclarémoslo, es alguien cuerdo y consciente de los límites entre lo ficticio y lo verdadero, por mucho que juegue a estirarlos y distorsionarlos agresivamente. La prueba está en una coda final absolutamente fascinante, en la que su alter ego en Marwencol (un soldado igualmente agredido, como él en la realidad, por un grupo de individuos) decide… ¡crear una maqueta de una ciudad imaginaria para sobrellevar el trauma de la golpiza! Y ahí tenemos al muñeco-alter ego de Hogancamp creando a su vez a su propio muñeco-alter ego: la ficción convertida en una inquietante matroska y Malmberg pasando de Freud a Borges en un imprevisto giro de los acontecimientos, añadiendo un vértigo existencialista insólito a una película que ya era de por sí extraña y desconcertante.