Me cuesta pensar en un músico negro y de profundas raíces culturales en la ‹black music› más popular que Bob Marley —a la par se me ocurren algunos más, afroamericanos universales, pero quizá con unos mimbres mucho más remozados de accesible pop, aunque unos cuantos tampoco se sitúen ahí (y me voy a detener aquí, porque la cuestión es basta, apasionante, pero propia de círculos estrictamente melómanos, que no caben en esta aproximación)—. Y no es que no haya una intensa impronta pop en las creaciones musicales del jamaicano universal, pero también hay y hubo mucho más. Marley es un personaje icónico de la cultura popular global por muchas y complejas razones, que por supuesto se alejan de lo estrictamente musical. Devino en un fenómeno socio-cultural, político, de largo alcance, que se fraguó en un contexto histórico especialmente proclive, todo un universo emergente de contraculturas de amplio espectro —muy especialmente el ‹Black power›—. Y, por supuesto, estaba la específica imbibición de su música con la religión y filosofía rastafari, y con el consecuente consumo sacramental de la “hierba de la Biblia”, la marihuana.
Sobre estas premisas de partida, y al calor del estreno del ‹biopic› Bob Marley: One Love de Reinaldo Marcus Green, os proponemos un estimulante acercamiento a la figura de Marley a través del elaborado documental del director escocés Kevin Macdonald (El último rey de escocia). Macdonald comienza por el principio, en un prefacio que nos muestra la fortaleza de Ghana desde la que millones de esclavos fueron trasladados a las Américas septentrional, meridional y caribeña. A continuación, sobre una composición de insertos de sus emblemáticas actuaciones en vivo y de estampas características de la iconografía reggae que el artista universalizó, comienza el ‹show›. Y vuelve sobre los orígenes, los de Marley, en Nine Mile (Saint Ann), el pequeño pueblo del campo jamaicano donde nació el 6 de febrero de 1945. Por delante de la cámara de Macdonald desfilan personas de su vida infantil, como su primera maestra, que recuerda como disfrutaba de las canciones que ella proponía en la escuela, su madre Cedella Malcolm, que lo define como un chico de campo, o Neville ‘Bunny’ Livingston, futuro percusionista de los primeros The Wailers. Aquí se presenta un hecho crucial de la biografía de Marley: su padre fue una suerte de terrateniente inglés alcohólico, del que poco supieron en adelante —por cierto, la única imagen accesible de Norval Marley lo presenta a caballo, una ineludible metáfora de la dominación colonialista, que es difícil disociar de toda la evolución posterior del artista—. Y en consecuencia, su hijo mestizo, siempre sufrió el rechazo social de sus congéneres oriundos.
Cuando Bob contaba 12 años, se mudó con su madre (también Neville) a Trench Town , el célebre barrio chabolista de la capital Kingston, con su 1ª a su 13ª calle, donde se cuajó gran parte de la escena musical jamaicana —ahí escuchamos la canción que dedicó a aquel enjambre insalubre, Natty Dread—. Aluin ‘Secco’ Paterson, otro “wailer”, recuerda a un personaje importante en la evolución musical de Marley, Desmond Dekker, con quien trabajó como soldador. La influencia del ska de Dekker propició los frutos tempranos de la estrella, como Judge Not, una canción de 1962 cuya letra ya reivindicaba los derechos individuales. Pero la carrera como solista de Marley no despegaba, y decidió emular a los grupos norteamericanos que todos escuchaban en la isla, The Temptations, The Drifters o The Platters. Así nacieron The Wailers, con Livingston y la incorporación del guitarrista Peter Tosh, que tomaron su nombre del barrio del que salieron, un lugar a rebosar de lamentos, donde todo el mundo “berrea”, y vieron emerger la independencia jamaicana en agosto de 1962.
En este punto, el documental de Macdonald se vuelca en descifrar con múltiples testimonios especializados el nacimiento del nuevo género musical. El reggae, que preexistió a Marley, se desarrolló desde el ska, que aglutinó el calypso, el mento y otros ritmos caribeños con el jazz, con el ‹rhythm & blues› norteamericanos en los años 50’s, introduciendo un redoble diferente a contra ritmo donde estaba anteriormente el acento —ese latido, que se sustenta sobre los dos instrumentos base, la batería y el bajo, ese cambio de ritmo en el ‹riff› de guitarra—. Y escuchamos el primer single de The Wailers, Simmer Down de 1964, versión de una pieza norteamericana. Más delante, también se narra su primera estancia en Londres en 1973 con los The Wailers originarios, entre la gira y los partiditos de futbol —como es bien conocido, Marley adoraba el deporte rey—, que supuso el germen de la crisis que terminó sacando a Livingston y Tosh de la banda, e introduciendo al grupo vocal The I-Three, en el que siempre estuvo Rita, su mujer “oficial”. Esa nueva formación alcanzó el estrellato global, girando por todo el mundo, y con ese punto culminante en el Colyseum londinense en 1975, mientras escuchamos Get up, Stand up, otra de sus emblemáticas canciones.
Pero como no podía ser de otra manera, la vertiente socio-política de la andadura de Marley entra en escena. En primer lugar, en el plano personal, con su asociación con el líder espiritual rastafari Mortimer Planno, que lo acogió, y con el que, según diversos testimonios, desarrolló la relación paterno-filial que le había faltado. También es ineludible la visita a Jamaica en 1966 del emperador Haile Selassie I de Etiopía, considerado la reencarnación de Jesucristo por la religión rastafari en su reelaboración acumulativa del cristianismo, el judaísmo y las creencias animistas africanas desde el afro-centrismo. En este pasaje, Rita Marley recuerda su decepción con la corporeidad real de la supuesta deidad, y también subraya la liberación personal de su marido cuando abrazó la fe rastafari, «Dejó de sentirse negro o blanco». Solo One Love —como la película que se presenta y el celebérrimo himno—. Y siguiendo el hilo de ese único amor, también se recrea el famoso concierto por la paz de 1978, en el que Marley unió sobre el escenario a los líderes del Partido Nacional del Pueblo (PNP) y del Partido Laborista de Jamaica (PLJ), de izquierda y derecha, respectivamente, en el contexto terrible del conflicto paramilitar urbano que estaba destrozando el país, y después del atentado sufrido por el músico y su tribu un año antes —aquí su abogada relata otro celebérrimo gesto de Marley, cuando se descubrió el pecho para mostrar la cicatriz que la bala dejó sobre su piel—.
Los claroscuros también se hacen notar. Muy conocida es su cuestionable relación con las mujeres. Rita Marley convivió durante toda su unión con el músico con al menos otras siete compañeras sentimentales —es imaginable la infinidad de escarceos estrictamente sexuales— con las que engendró once hijos reconocidos —y todo el que sepa un poco sobre el devenir post-mortem del clan Marley, conoce de los múltiples enfrentamientos que han protagonizado por su legado artístico y material—. Algunas hablan ante la cámara justificándolo, «La fidelidad es para los occidentales. Él podía con todas» —evidentemente, la filosofía vital rastafari es profundamente machista: postulaba la poligamia, pero restringida a los varones—, o eludiendo cualquier mención a esta circunstancia. Otras lo cuestionan, y particularmente una de sus hijas con Rita afirma que ella nunca lo hubiera soportado, y que aunque su madre lo obviaba en pos de la insondable misión en la Tierra del elegido, ella percibía su dolor —hay que decir que nada sale al respecto de la boca de la esposa en sus múltiples intervenciones a lo largo del documental—. Tampoco sale muy bien parada su faceta como padre, en boca de otro de sus hijos, que lo califica como duro y ausente. Además, hay lugar para su medio hermana Constance, quien descubrió casualmente su filiación compartida con el ídolo, y cuenta el rechazo de la familia cuando Marley intentó contactarlos. De esa experiencia surgió Corner Stone, ya que eran los propietarios de una de las empresas constructoras más prominentes de la isla. Y en el terreno político, también se menciona su conflictivo periplo africano, en Gabón, donde tocó en la fiesta de cumpleaños del dictador, invitado por su hija, que se sugiere que estaba enamorada de Marley, y en Zimbabue, donde su concierto con motivo de la independencia terminó en el caos —quedó la canción—.
Y como despedida, el consabido final. Una herida en un dedo del pie que en realidad era melanoma. El último concierto en Pittsburg, USA, que nadie se explica como pudo terminar, un tratamiento en Nueva York que lo desahució, un intento desesperado en el invierno glaciar alemán, a manos del reputado médico holístico Jossef Ossel, testimonios de una lucha condenada, y la muerte el 8 de mayo de 1981 en Miami, a donde volvió para reunirse con Rita y otras tantas mujeres y sus hijos e hijas, que lo pudieron despedir. Macdonald recoge el triste pesar de muchas de las personas que han ido interviniendo a lo largo del documental. Es especialmente significativa la explicación de uno de sus músicos sobre sus razones para no dictar testamento: «Así consiguió que cada cual demostrara quien era en realidad y de qué modo lo querían». Las imágenes de archivo de su despedida multitudinaria en la isla preceden para terminar al luminoso collage de diversas gentes del mundo que mantienen el legado de Bob Marley. Ya lo dijimos, más allá de la música, con todas sus contradicciones, trató de dejar un mensaje.
«One love […]. One heart […]. Let’s get together and feel all right».
«El Cine es más hermoso que la vida.»