Michael Cimino es esa clase de hombre que tiene la capacidad de moldear los personajes de Clint Eastwood donde la bandera americana ondea con orgullo sin importar la violencia desatada. El ejemplo perfecto de la ley entendida desde el individualismo, del hombre contra todos, llevándose a cualquiera que tuviese la mala suerte de cruzarse en su camino por delante. Esto es algo que se ha repetido en innumerables ocasiones en el cine pero que, con la necesidad de introducir la corrección política y social entre líneas de guion, ha perdido la esencia de justicieros que llevan una bala con su nombre en la pistola de cada uno de sus enemigos. Cine para machos muy machos, de bebida oscura y puñetazo en la mesa, sin ironía ni necesidad de segundas lecturas.
Supongo que para entender las dimensiones de Manhattan Sur —ese título que sitúa el cine en el mapa tras su título original Year of the Dragon (1985)—, se deben entender también sus antecedentes. Sí, Clint Eastwood había pasado por la vida de Michael Cimino, desde el guion de Harry el fuerte (1973) y su primera película Un botín de 500.000 dólares (1974). Separado de el caballero amigo de los rifles encontró su gran gloria y su gran batacazo a través de El cazador (1978), donde ya se interesó por Vietnam y La puerta del cielo (1980), también conocida como el fin del “nuevo Hollywood” por la batalla en la que se convirtió su carísimo rodaje y posterior masacre por los miles de recortes de metraje desde producción, resultando un fracaso en salas de cine. Es todo un significativo suma y sigue que nos lleva hasta la peculiar adaptación de la novela Year of the Dragon de Robert Daley, un experto en el policiaco, que sirve de punto de partida para lo que ideó Cimino junto a Oliver Stone, que todavía no había dicho lo suyo sobre Vietnam en Platoon (1986).
Solo datos que apoyan la imagen del personaje duro, cerrado de mente y con un objetivo claro como el que protagoniza este film. Stanley White, nombre para nada baladí, es un policía que tras años de experiencia y fama de intransigente, es destinado a Chinatown para poner orden. Mickey Rourke, un tipo con gabardina capaz de mirar de frente a cualquiera decide tomar su propia revancha al recuerdo que le quedó de la guerra de Vietnam frente a los ocultos entresijos de las triadas reinantes en el barrio, y aunque el punto de partida ya toma ese racista camino de tachar a todos los orientales de «amarillos», es solo el primer paso de un pozo sin fondo de ataques a cualquier tema que pueda manchar la estoicidad de la sociedad americana, sin perder de vista el orgullo con el que el policía afirma ser un polaco tocando las narices a todo el mundo.
Con mensajes ajenos a los dobles sentidos y otros hilando muy fino críticas que sentencian lo mismo que parece defender, Manhattan Sur es un problema de hombres que se intenta parchear a las bravas. White es capaz de arremeter contra el Estado oponiéndose a la corrupción policial y los tratos bajo la mesa, siempre con una bandera obscenamente ubicada cerca de su cara, del mismo modo que amenaza sin más razón que su propia intuición a todas las familias poderosas de Chinatown —ataviados de impoluto blanco— en busca de desmantelar el alzamiento de nuevos líderes de la especulación con drogas. Todos son el enemigo. Pese a su salvajismo, este es un estudiado y mimado personaje que lo tiene todo para erigirse como hombre del año gracias a perladas frases para el recuerdo que surgen con facilidad de su boca, rellenando el espacio de todo aquello que haría estremecer de gusto a un buen republicano, una blasfemia continua frente a razas, mujeres, guerras inútiles y tipos blandos de espíritu que siempre parece una cafetera a punto de estallar. Además, su destino es hacia delante y no hay forma de modificarlo.
También tenemos a otro recién llegado, en este caso al frente de la mafia, un digno oponente que nos ofrece tanto fructíferos paseos por los bajos fondos del barrio en cuestión como por la zona germinal de la droga, traspasando fronteras para recordarnos, de un modo rocambolesco por la forma en que se equiparan visualmente, esa guerra de Vietnam que en el pasado fastidió alguna conexión en el cerebro de White, pese a encontrarnos en las selvas de Tailandia.
Lo bueno de tener un protagonista obcecado y un alter ego tan decidido como él, es que la película avanza en todo momento hacia la locura, sin importar quién pueda caer en el camino. La imperfección de Stanley White es hipnótica gracias a sus decisiones rocambolescas —monjas haciendo escuchas ilegales, redadas con cientos de policías— y a esas aproximaciones a su intimidad, donde resaltar que él intenta ser un hombre bueno, pero no le sale. También tiene algo de “muy americano” el hecho de llevarse a las mafias chinas a Hollywood para enmarcar un nuevo enemigo frente a las puertas, y de paso dejar caer aquella época en la que ellos construían todo el perímetro ferroviario como fantasmas silenciosos. Para respaldar todo ello, nos muestran un poder corrupto que engulle todo el conflicto en busca de un equilibrio en el que poder sobrevivir, afianzando imágenes que se han repetido hasta la saciedad en todo el cine de “superhéroes” americanos de la actualidad, donde enfatizar el orgullo de un país enamorado de sí mismo.
El caos engrandece a los proscritos, así que Manhattan Sur es una de esas películas donde defender el honor —sin importar si esto tiene algún significado— es motivo de muerte y destrucción con aires festivos, y siempre queda mejor si una placa de policía lo respalda. No importa quién se ofenda.