Tras cosechar un pequeño fracaso comercial con la dirección de la bélica Un puente lejano, Richard Attenborough decidió embarcarse en un proyecto que distaba 180 grados de sus anteriores trabajos tras las cámaras. Y es que Magic se aproximaba a esos grindhouse y producciones de bajo presupuesto enmarcadas en el género de terror más enfermizo que plagaron las pantallas de todo el mundo a lo largo de la década de los setenta.
Lejos de acobardarse, Attenborough se dejó llevar por el influjo típico de este tipo de producciones, sin perder no obstante ese sello marca de la casa que apostaba por la calidad tanto en cuanto a puesta en escena, diseño de escenarios y elenco de actores. Rodeándose de colaboradores de prestigio, como el guionista William Goldman, tristemente fallecido en fechas recientes, quien adaptó su propia novela en un relato que venía como anillo al dedo a una cinta de querencias territorialmente psicológicas, y la batuta musical de un magistral Jerry Goldsmith quien compuso una melodía alucinógena y pesadillesca que ayuda a profundizar en la retorcida psique de los protagonistas.
Y el experimento salió más que digno. Porque a pesar de que Magic es una de esas cintas que no han sabido superar los obstáculos del olvido, mantiene un aura aterradora y mórbida gracias fundamentalmente a la interpretación de un Anthony Hopkins quien supo crear una especie de sucedáneo de su Hannibal Lecter que lo convertiría 12 años después en una leyenda del cine, Oscar incluido. Aquí Hopkins igualmente recibió todo tipo de alabanzas por su increíble y perturbadora recreación de un mago llamado Corky que ha perdido el favor del escaso público que acude a sus espectáculos en bares de mala muerte y que sumido en una profunda depresión por la carencia de afinidad que siente el público hacia sus pretéritos trucos de magia, decidirá retomar su faceta de ventrílocuo rescatando de su armario con olor a naftalina a un muñeco llamado Fats con el que empezó sus primeros pasos en el mundo del espectáculo.
Con la ayuda de su representante (interpretado por el veterano Burgess Meredith), Corky conquistará a un productor televisivo merced a su capacidad para mimetizarse en su muñeco en una serie de chistes subidos de tono totalmente alineados con la grosería y carácter chabacano de un público que parece decantarse por el humor de brocha gorda en lugar de por el arte intimista y el ilusionismo que impregnan los trucos de magia. Pero Corky tratará de presionar a los magnates televisivos, con el propósito que no le obliguen a pasar un reconocimiento médico el cual es necesario para firmar el contrato con la multinacional televisiva, huyendo de la ciudad con dirección a una residencia campestre, apartada del mundanal ruido, por donde correteaba en su niñez, siendo acogido por una antigua amiga llamada Peggy (Ann-Margret) de quien el tímido Corky estaba profundamente enamorado en su adolescencia, aunque nunca fue capaz de declararle su amor debido a su timidez.
Peggy se casó con el estudiante más popular del instituto, pero actualmente su matrimonio no pasa por el mejor momento debido a las ausencias de su marido. Corky aprovechará este hecho, así como el arrebato y descaro que le propicia la compañía del muñeco Fats para alojarse en casa de Peggy, con la que desfogará su pasión pasada en una tórrida escena de sexo.
Pero cada acto de Corky parece que no tiene ningún sentido sin el apoyo de Fats, que más que un muñeco actúa como un alma gemela que dirige y canaliza los pasos de un ventrílocuo incapaz de comunicarse con el resto de los mortales sin tener como intermediario a su compañero de cartón y trapo. Hasta tal punto que poco a poco las maniobras empleadas por Corky serán coordinadas por la tenebrosa voz y gestos de un Fats que se mimetizará en su aspecto corporal y de vestimenta con su dueño, el cual perderá repentinamente la razón actuando como un psicópata incapaz de controlar los mandatos dictados por un muñeco que ha tomado totalmente el control no sabemos si debido al trastorno que parece afectar la mente de Corky o motivado por alguna fuerza oculta de origen demoníaco.
Este es el argumento que sirvió de base para construir una estupenda película de terror psicológico que encierra en su seno una inteligente metáfora acerca de los límites que separan el éxito del fracaso, el triunfo de la locura y, como no, acerca de las consecuencias que encierra renunciar al arte en favor del éxito de masas. Attenborough tejió su film con un hilo muy fino, sintiéndose especialmente cómodo en la recreación de ese ambiente pleno de claustrofobia y trastorno vinculado a la opresora residencia campestre donde acontecerá la bajada a los infiernos del ventrílocuo interpretado por Hopkins. Un ambiente que partiendo de elementos cotidianos y una cámara que prefiere las distancias cortas a las largas, moldeará una pesadilla engendrada por la absoluta falta de cordura de los movimientos de un Hopkins totalmente fuera de sí, desatado como nunca antes se le había visto en pantalla, componiendo con sus gestos, sus ojos desencajados y su peinado a lo Manolo Escobar a un auténtico psicópata que ha perdido las pocas luces que parecían quedarle y que únicamente encuentra algo de refugio y paz en la voz de ese muñeco que parece cobrar vida propia, lanzando a su dueño a una espiral de violencia, sexo y asesinato para mayor gloria de quien observa desde la lejanía los crímenes cometidos por su esclavo. Incluso la escena de sexo que disfruta Hopkins con la sex-symbol sueca Ann-Margret no deja de expirar cierto gusto enrarecido, el de un lunático desequilibrado escarbando en sus traumas juveniles bajo la mirada inquisidora de un muñeco que parece gozar más del espectáculo que el protagonista del coito.
El diseño del muñeco no pudo ser más aterrador. En la línea de esos títeres que aparecían en comedias de segunda fila de los años treinta y cuarenta con ventrílocuos que pretendían insuflar algo de comedia en argumentos absolutamente disparatados. Estas comedias que tan de moda estaban en esos años siempre me parecieron infumables. Y los ventrílocuos que asaltaban la escena más que cómicos me parecían figuras ciertamente inquietantes que producían más pavor que otra cosa. Creo que a Goldman y Attenborough les pasaba algo similar a lo que yo sentía, y partiendo del bosquejo de esas marionetas pretéritas, supieron trasladar al género del terror la amenazadora presencia de esos hombres sin alma cuya voz salía de quien manejaba los hilos.
Con un sabor a serie B que le sienta fenomenal el envoltorio del film, pero sin perder un ápice de sapiencia en cuanto a ritmo narrativo (con una cadencia que combina ciertos tramos más tediosos con otros de puro nervio), un empleo del recurso de la elipsis tan acertado como desconcertante, una construcción de escenas de suspense en donde se siente sin ningún tipo de rubor más que algún que otro homenaje a Alfred Hitchcock (sobre todo esa escena en el lago que tiene como claro referente a Psicosis) y unos encuadres planificados al milímetro que encierran ciertos mensajes ocultos en su diálogo con el espectador, Magic se eleva como una encantadora y estupenda propuesta de cine de terror psicológico que no debe caer en el olvido.
Todo modo de amor al cine.