Sin duda Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas es una de las novelas de aventuras más populares y cinematográficas de la historia de la literatura. Desde su publicación como serial a mediados del siglo XIX, su impacto en la cultura popular fue inmediato y de antología.
Dio lugar a series de animación (para mi generación el anime hispano-nipón D’Artacán y los tres mosqueperros fue el primer acercamiento al universo de Dumas). Asimismo a telefilmes, adaptaciones libres como la que cultivó Tavernier a mediados de los 90 y también otras más antiguas además de, por supuesto, irrupciones más fidedignas en el celuloide siendo la más famosa la que protagonizó Gene Kelly para la MGM en los años 40, sin obviar las versiones de Richard Lester con Michael York a la cabeza. O ese All for One, All for Love descafeinado que hizo la Disney en los 90 y que un servidor tuvo a bien ir a ver al cine junto a sus amigos hace ya muchísimos años.
Había mucho que elegir, por tanto, como alternativa a la nueva película de los mosqueteros del Rey protagonizada por Eva Green y Vincent Cassel que acaba de aterrizar en nuestras pantallas este fin de semana. Me he decantado por su primera adaptación cinematográfica, y quizás una de las más malditas por el hecho de pertenecer a los orígenes del cine mudo espectáculo hollywoodiense como es Los tres mosqueteros del tándem Douglas Fairbanks – Fred Niblo.
Bueno, primera es mucho aventurar por mi parte. Seguramente haya algún corto mudo por ahí perdido. Igualmente ya Fairbanks había experimentado unos años antes con el universo de Dumas de un modo muy extravagante y genial de la mano de su otro socio habitual, Allan Dwan, en la curiosa El moderno mosquetero.
Lo que sí es fácil de rubricar en un título como este es su adscripción a ese arcaico y seminal cine de aventuras y espectáculo que sería la insignia de lo que se llamó la Edad Dorada de Hollywood y de la que Douglas Fairbanks (junto con Niblo y Allan Dwan como grandes colaboradores, fundamentalmente este último) fue uno de sus socios fundadores.
Visualizar hoy en día una obra como esta resulta un ejercicio de arqueología histórica y cultural muy reconfortante, pues nos enfrentamos con una película prehistórica, en el sentido más amplio del término, conjugada como un gran pasatiempo con el que cautivar al público de la época gracias al desparpajo y versatilidad de un Fairbanks que aquí empezó a dar espectáculo del bueno en su vertiente de cine de acción, reduciendo casi al mínimo su dote actoral dramática.
La película se divide en tres sectores diferenciados. Una primera vertiente de presentación de las intrigas palaciegas, que serán fundamentales en el devenir de la trama y que son de sobra conocidas por casi todos, con la presencia amenazadora del primer ministro Richelieu y sus tentativas de engatusar a un alelado Luis XIII, interpretado por el siempre genial Adolphe Menjou, utilizando para ello la trama amorosa que parece existir entre la Reina Ana de Austria y el pícaro británico Duque de Buckingham. Este primer sector del filme, muy académico y perfeccionista en sus encuadres cinematográficos y ambientación, resulta algo más tedioso, pero siempre interesante e impactante por su belleza visual.
Digamos que la acción y divertimento arranca cuando aparece en pantalla el joven gascón D’Artagnan y su eterna sonrisa a lo Douglas Fairbanks, quien guiado por su padre arribará a la capital con el objetivo de hacerse mosquetero bajo el paraguas del amigo de su progenitor el Señor de Treville. Desde este momento el estilo pragmático y erudito de la cinta tornará hacia los ámbitos de la comedia y el cine de acción y aventuras siendo especialmente buenos los momentos del encuentro del joven protagonista (a lomos de un caballo percherón) con sus tres camaradas de futuras andanzas y los duelos a capa y espada entre D’Artagnan y los mosqueteros y, posteriormente, entre ellos y la guardia de Richelieu. En este sector acontecerá el enamoramiento del gascón de la joven cortesana de la reina llamada Constance y todas las demás andanzas que hemos visto mil y una veces en las diversas películas de la novela de Dumas.
Finalmente la película culminará con la misión de D’Artagnan de recuperar los diamantes de la Reina regalados en ofrenda amorosa a Buckingham y toda la persecución y embrollos que tendrá que pasar (Milady mediante) nuestro joven héroe para lograr su objetivo y evitar así la intención de Richelieu de deshonrar a la consorte de Luis XIII.
La película hay que verla con los ojos de un explorador de cine primitivo. No podemos esperar de ella una acción espectacular con explosiones, grandes duelos, batallas, persecuciones y efectos especiales que sí podemos encontrar en otras películas de la novela. Aquí el producto estuvo hecho a la medida para el lucimiento de la gran estrella Douglas Fairbanks, y ello conlleva por tanto visualizar piruetas circenses, acrobacias, saltos, coreografías pretéritas, cabalgadas al más puro estilo ‹far west› y toda una gama de ejercicios y plasticidad propios del cine mudo.
Como en las películas hollywoodienses de principios de los años 20 del siglo pasado, la cámara adolece de la movilidad y dinamismo presentes en las producciones del sonoro. Niblo se las tuvo que arreglar para idear toda una serie de escenas de acción tomadas a cámara fija, y ello conllevó que la acción se distanciara bastante del foco del ojo del espectador. Serán por tanto los planos generales y medios los principales argumentos del cineasta estadounidense para recrear duelos de espada, persecuciones y todo tipo de lances siempre encuadrados en un espacio delimitado del cual los actores no podían salirse ni un milímetro, pues ello supondría desaparecer del eje de acción.
Este hecho puede ser un lastre para el espectador, pues las secuencias de acción tuvieron que delimitarse en el espacio y en el tiempo para poder ejecutarse con el realismo y ductilidad propias de un gran espectáculo visual de acción. Pero a mí la verdad es que me resulta un ejercicio estupendo para descubrir las argucias y el arte de un cineasta que logró componer algunas secuencias eléctricas empalmando fotos fijas en la sala de montaje con la intención de dotar, a su manera, de ese dinamismo y energía que requería en pantalla una historia como la trazada por Dumas.
Esta rigidez, heredada por el hecho de que aún no se hallaban muy extendidas las nuevas técnicas de montaje y fotografía en movimiento, no fue por tanto un freno para trenzar una película muy entretenida, encantadora, divertida y que pasa en un suspiro a pesar de sus casi dos horas de duración.
Todo ello gracias al buen hacer del elenco protagonista, la magnífica dirección de arte repleta de decorados de cartón piedra que recrean con fantasía y realismo la Francia del siglo XVII y a un Fairbanks entregado a la causa que ofrece todo un recital de piruetas, esgrima y de dominio ecuestre, y con esa sonrisa conquistadora de miradas femeninas y masculinas, al que se le nota muy a gusto en el papel de llevar sobre sus hombros la responsabilidad del éxito de una empresa para nada fácil como era adaptar con pericia y saber hacer cinematográfico una novela muy dinámica que requería de un flujo que aún no estaba presente en la narrativa cinematográfica.
Es por ello que esta primitiva adaptación realizada por el dúo Fairbanks – Niblo es un estupendo ejemplo de cine mudo comercial hollywoodiense. Un cine que tuvo tanto éxito a nivel mundial que convirtió en marca propia la geografía donde se localizaban los estudios de grabación de estas películas. Un producto que aúna en un solo paquete entretenimiento y arte. Pues hoy en día siguen siendo fascinantes esos decorados, esa narrativa tan entretenida que no necesitaba de palabras para transmitir emoción y ese actor estrella que con su simple carisma consigue aún embaucar a un cinéfilo al que ya pocas sorpresas le quedan por descubrir en este ámbito del séptimo arte.
Todo modo de amor al cine.