«Yo no soy viejo» le dice el pequeño protagonista de este cortometraje a su padre en un momento en que está virando la dirección de la historia. Esta inocente llamada de atención lo es todo en Los hombres de verdad no lloran, una parada en la vida de un padre y su hijo que nos presenta Lucas Castán.
Deporte y discapacidad se unen en pocas ocasiones en el cine, aunque se ha convertido en una bomba de relojería con las propuestas de Javier Fesser. Esta vez se fusiona con el drama en un relato donde los sueños y la realidad chocan continuamente desde dos puntos de vista opuestos. En todo momento, Los hombres de verdad no lloran se centra en Basilio —personaje interpretado por Alfonso Lara—, un hombre que trabaja en el lado poco glamouroso del mundo del hockey sobre hielo, de mirada cansada y predispuesto siempre a tener los pies en el suelo. A través de esa mirada vemos el reflejo de su joven hijo Iván, un niño que disfruta de ese deporte que rodea a su padre, lo practica y lo vive como una meta a seguir en todo momento. Aquí es donde las lágrimas se desvanecen en favor de un mundo de adultos que no siempre congenia con los deseos, y es que Iván sufre de un problema de cadera que le impide moverse con libertad.
Castán decide enseñarnos siempre las acciones infantiles bajo la observación de su padre, un hombre que ha decidido olvidarse de cualquier anhelo para prosperar en la vida, y que tiene esa necesidad de proteger a su hijo de lo que él cree una cruda realidad. Se suceden los momentos en que, pese a ver un niño feliz y dispuesto a superarse, como si fuera algo pasajero ese impedimento físico, el padre se ahoga en sus preocupaciones y refleja ese malestar en escena. No hay espacio para pomposas conversaciones, pero sí un discurso por parte de Basilio en un lugar en el que rememorar su pasado como jugador de hockey, donde el pequeño le espeta ese «yo no soy viejo» sin ninguna maldad. Es una forma de devolver algo que había obviado el adulto: siempre hay un espacio para disfrutar de un mundo abierto a todo tipo de posibilidades, cuando todavía no tienes un techo que tocar, cuando la inocencia es pura ilusión, cuando las caídas merecen nuevos intentos.
El cortometraje nos ofrece desde su sencilla presentación una muestra de valentía por parte de sus dos personajes que llega a equilibrarse para seguir un camino común a través del amor. No hay una necesidad de regodearse en la tristeza que acompaña al padre, cuando poco a poco nos vamos adaptando a la felicidad de un niño que disfruta su momento. El mensaje es claro y la vía por la que se transmite no se inunda de oscuridad pese a esas lágrimas que se nos niegan desde su título. Castán sabe dotar de un punto de ternura y a la vez emancipación a la realidad cuando los sueños vulneran sus estables cualidades. Siempre existe una posibilidad con la que matizar el futuro disfrutando del ahora, algo que, finalmente, también se consigue ver en la orgullosa mirada de Basilio.