Encuadrar en un género una película como Los Demonios, una de las obras punteras de la filmografía del siempre estrafalario Ken Russell, es algo que se puede conformar harto complicado. Russell, de personalidad extravagante por naturaleza y nunca acomodado en las modas del panorama, nos imbuye aquí en una Francia del siglo XVII que se encuentra bajo el reinado de Lous XIII, dentro de una historia de cierta veracidad histórica donde se citan la herejía y unas supuestamente posesiones diabólicas, dentro de un caos social que algo tan desconocido e incomprensible provocaría entonces en el populacho de la época. La película pronto se centra en la figura del sacerdote Urbain Grandier (un impresionante Oliver Reed), auténtico escollo dentro de la batalla entre católicos y protestantes, debido a una vida de alta libertad sexual que no sería, en un clima tan conservador y opresor, nada bien visto por sus congéneres sociales. Al mismo tiempo, el Cardenal Richelieu (Christopher Logue) emprende su cruzada contra los protestantes llegando a efectuar una enorme caza de brujas, de la que será principal objeto Grandier, acusado por una monja emocionalmente torturada (Vanessa Redgrave) de posesión diabólica. Sobre este paisaje histórico Ken Russell construye una historia sobre la que prevalece la lucha por conseguir una narrativa variopinta, obviando establecer un rigor histórico de fidelidad pero conformando una estética surrealista, alocada, y de un ambiente enrarecido poco habitual para una propuesta histórica de estas características. Aunque la temática pudiera dar pie a ello, Russell obvia que el film se adentre en las aristas del cine de terror; únicamente lo bordea en algunos momentos muy determinados, lo que añade aún más locura a una película de tono disparatado, siendo este enorme matiz el que sea clave a la hora de entender una trama de imperturbable calado pero escupida con una hilaridad que bien pudiera ser considerada como nociva ante el duro panorama de su contexto, pero que sin embargo llega a funcionar.
Los Demonios es un espectáculo circense, un conjunto de escenas concebidas con un extremo desdén impuesto desde la silla director, bajo un mensaje claro de crítica a la obcecación católica, el sectarismo desmedido o el radicalismo injustificado, amparado aquí en el retrato inquisitorial que prefiere la exageración escénica a la solidez narrativa. Aún a pesar de contar con ciertas lagunas narrativas, algún que otro tiempo muerto en el ritmo y en general ciertos fallos puramente cinematográficos dignos de reproche, Russell prefiere inmiscuirse en cimentar su discurso en una provocación gratuita (no por ello exenta de severidad), que funciona en un ámbito de alucinación y fantasía, confluyendo cada una de sus secuencias clave en la transgresión. No solo conformando de extrema locura esos momentos, que se antojan como claves dentro de la narración, bajo este prisma son altamente destacables los instantes de un erotismo híper-surrealista o la excelsa medida de sus momentos de “posesión”. De este sino se impregnará también su estética, otro de los elementos clave para entender el ámbito descerebrado de la obra, que huye también del rigor serio para inmiscuirse dentro de la imaginería utópica de la narración. A pesar de lo insensato que bien pudiera ser adoptar de esta teatralidad desmesurada a una historia de inquisición, caza de brujas, posesiones y enfermizo erotismo, si Los Demonios funciona es debido a su fidelidad en la manera constante de potenciar su alma circense, con su consecuente baile con el espectáculo escénico que aunque pudiera dinamitar la propuesta dado su muy recurrida artificialidad, el dominio de Russell con estos extremos (que posteriormente maduraría en futuras obras) hace que las continuas salidas de tono funcionen en su justa medida.
Sería injusto olvidarse de algunas de las interpretaciones de la obra, desde un Oliver Reed comprometido a la causa en su siempre estoica presencia, hasta un Dudley Sutton que deja llevar su histrionismo británico para que su Baron de Laubardemont robe un protagonismo inesperado en algunos momentos del film. Si Los Demonios no pasó a la historia como una locura tan improcedente como olvidable del cine de los 70 fue debido al mensaje interno de un cineasta enrabietado, que expone en sus formas un durísimo mensaje contra el propio radicalismo, ofreciendo en su producto precisamente una sobreexposición de sus bufonescas maneras. Además, y aunque esto sea concebido en un ámbito secundario, Russell no escatima en hacer un retrato de la perversión de la erótica de la lujuria, o dotar de cierta entereza a la narrativa de su acto final. Potencialmente provocadora, y conocida hoy en día como un drama erótico-festivo mostrado sin ningún tipo de remilgos, Los Demonios muestra al Russell más polémico y transgresor; esto la convierte en una de las piezas esenciales para entender al cineasta, aún proliferando aquí unas maneras excesivas que luego el mismo autor asimilaría de forma más madura en algunas de sus más icónicas narrativas.