El documental no deja de ser una forma de aproximación visual a la realidad. Una suerte de posicionamiento ante los hechos que se intenta vestir de neutralidad científica, de equidistancia emocional ante lo mostrado. Por ello no deja de ser paradójico que el encargo de la RAI de un reportaje sobre payasos recayese en Federico Fellini. No tanto por la temática, pues es bien sabido el amor, la fascinación y el terror que estos personajes ejercían sobre el director italiano, sino más bien por el hecho de que Fellini no podía ceñirse, por su propia trayectoria cinematográfica, al esquema rígido del formato.
No es de extrañar por ello, que Fellini haga con I Clowns lo más Fellianiano posible, es decir, romper el formato, sus costuras rígidas y sumergirnos de forma absolutamente metarreferencial en el mundo del circo. De hecho, el film ya se constituye en si mismo en una especie de abismo en la puesta en escena: Fellini muestra el dispositivo televisivo y lo convierte en un circo de tres pistas consciente de que, en cierto modo, la televisión es ahora el nuevo espectáculo de entretenimiento y que su equipo (guionistas, operadores de cámara, presentadores…) no es más que un elenco motivado por un único objetivo, ofrecer el mayor espectáculo de entretenimiento posible.
Pero si la televisión es el nuevo circo significa que, naturalmente, el circo como tal ha muerto. Por ello Fellini hace de su documental un funeral-homenaje, un grandilocuente punto y final donde se alterna el formato film-encuesta, es decir, entrevistas con los últimos grandes clowns que restan activos, con espectáculos circenses donde se mezcla la comedia y la ampulosidad con la tragedia y decadencia de los mismos. El resultado es, como no podía ser de otra manera en lo felliniano, una orgía visual barroca teñida de cierta ironía reverencial al mundo clownesco. Una (no) afirmación sobre la muerte de dichos espectáculos intentando reanimarlos a través del recuerdo.
Fellini pues realiza un documental tan paródico como tierno, tan afilado como cariñoso. Un film donde sus obsesiones siguen apareciendo tanto en lo formal con sus diversos inicios invocando a la subjetividad del niño ilusionado ante la llegada del circo, como por lo estético con la predilección mostrada por los payasos blancos que evocan, de alguna manera, el egocentrismo y el gusto por la fastuosidad (y por ende motor de decadencia) de lo eclesiástico.
Sí, I Clowns no deja de ser una especie de rito, de misa mortuoria, que se construye a sí misma y pasa por diferentes estados de ánimo, consciente de que el inevitable final de la celebración de la muerte será el espacio vacío. Un espacio antaño habitado por el llanto, la risa, y la comunión grupal, pero que acaba siendo poco más que una fantasmagoría, un silencio abismal donde de vez en cuando aún resuenan los ecos del pasado glorioso. I Clowns es una psicofonía, un triste y sentido obituario pero también una muestra de trágico realismo que plasma todo un mundo que se resiste a desaparecer sin ser consciente de que ya lo ha hecho.