Los chicos terribles, el segundo largometraje en la carrera de Jean-Pierre Melville y el sexto en la de Jean Cocteau (quien dirigió únicamente un día de rodaje), es una adaptación de una novela del segundo, que decidió darle su bendición al propio Melville tras ver su ópera prima para hablar de un tema un tanto turbio y malsano: la relación de dos jóvenes hermanos que viven y conviven entre gritos y cuidados sin apenas soluciones de continuidad, prestos a estar siempre juntos. Su fuerte amor está sustentado sobre todo en la sangre, pero también en buena medida en tragedias vitales tales como la enfermedad y la muerte, las cuales convierten en una obsesión lo que en algún momento podría haberse entendido únicamente como un sentimiento fraternal, sustituido por la perversidad, los abusos o extraños juegos. Paul y Elisabeth son los hermanos, ambos de 16 años al inicio del metraje. Él es melancólico, irascible y caprichoso; ella explosiva, intimidante y controladora. Juntos forman una pareja inusual: discuten constantemente, se insultan y se echan todo en cara. No se soportan, en definitiva, pero no pueden vivir el uno sin el otro.
Llevados por el ímpetu, los celos y una inconsciencia más propia de la juventud, el conflicto construido entre sus 4 paredes sin apenas espacio para la luz natural es mostrado de una forma tan efectiva que sirve para expresar su imposibilidad de escapar completamente de una oscuridad que han levantado los propios protagonistas y de la que, al menos uno de ellos, parece intentar escapar a través del sonambulismo. Como dos mitades de un todo, sin embargo, donde debería existir un amor conmovedor o tierno, sólo hay arrebatos agresivos y egoístas, mezclados hasta formar un afecto animal, despótico y claustrofóbico, donde la habitación es todo el mundo que habitan los protagonistas y donde encuentran su último refugio. De hecho, y como corresponde a un director de la talla de Jean-Pierre Melville, a quien se conoce como padre espiritual de la ‹Nouvelle vague› francesa, el peso autoral en Los chicos terribles brilla tanto en la narración y la música que eleva el nivel general en un relato que es inquietante prácticamente desde el primer minuto, cuando el foco está puesto principalmente en las ricas expresiones faciales y los amplios movimientos de unos actores que nos llevarían, gracias también al entorno de la película, a evocar la sensación de estar viendo una obra de teatro si no fuera por el uso del espacio que hacen todo el tiempo.
Porque en esas 4 paredes —que se convierten en otras 4 y terminan siendo otras 4— donde se desarrolla Los chicos terribles en 1950, se insinúa el incesto en varias escenas, también la homosexualidad, mientras lo que queda siempre claro es su obsesivo amor y celos mutuos, destacando en un momento dado los de ella frente a los de él, después de usar a personas ajenas a la habitación como puntos clave de manipulación y que participan en sus rituales autoimpuestos que tienen tanto que ver con la dominación. La familia y el llamado hogar envuelto en tinieblas para generar una intriga que mantiene viva la propia voz de Cocteau, haciendo de narrador omnisciente en algunas partes del relato para trasladarnos a una cierta ensoñación llena de detalles y unos toques cómicos que ayudan a digerir el carácter de personajes un tanto grotescos e insufribles, aunque también magnéticos (y que recuerdan un poco a los de Quiéreme si te atreves), gracias a esa extraña y funcional mezcla entre realismo, surrealismo, lirismo y una especie de ‹noir› psicológico utilizados para hablar de la obsesión y del sexo sin sexo de un modo perturbador.