Pietro Zinni es un ayudante investigador que trabaja en alguna universidad de ciencias romana. El sueldo que recibe no alcanza ni para un salario mínimo interprofesional. Treinta y siete años cumplidos, tampoco dan para otras alegrías o ilusiones más grandes que conseguir un contrato indefinido en la facultad. Pero el supervisor que lo esclaviza, sumado a un grupo de alumnos que no le pagan las clases particulares desde hace muchos meses, son obstáculos para que su carrera profesional progrese o la vida en pareja flote. Por una serie de coincidencias —accidentales unas, afortunadas otras— el protagonista planea cómo resolver sus penurias económicas y conyugales: crear una droga de diseño cuyos componentes moleculares no están prohibidos por el Ministerio de Salud, de tal forma que así creará unas pastillas estimulantes, que no sean ilegales, para poder venderlas sin infringir la ley. Pero no podrá conseguirlo sin ayuda. En su cometido reclutará a un antiguo compañero de la universidad que controlará todo el proceso químico. Posteriormente se unirán un economista para llevar la contabilidad, dos filólogos que puedan traducir a clientes foráneos, un antropólogo que aplica la psicología gestual para conseguir más adeptos a las pastillas y un arqueólogo con el gran aliciente de poseer una furgoneta propia. A pesar de las sospechas de la novia de Pietro más las amenazas del mafioso local Murena, el negocio de estos siete magníficos de los psicotrópicos irá viento en popa.
Una sinopsis tan interminable para esta reseña puede ser cansina u osada, según la percepción de los lectores o el tiempo disponible, pero la introducción de Lo dejo cuando quiero que se ha expuesto en el párrafo anterior, ronda los tres cuartos de hora en un largometraje que dura solo una más. Por una parte los ciento cinco minutos de metraje se antojan excesivos para la comedia de un principiante, tal vez porque la presentación dilatada de los personajes responde a imperativos propios de un canal de televisión, medio al que parece ir más dirigida una producción de estas características. Claro que Rai Cinema produce junto a otras compañías y razón no le falta para buscar un producto rentable que obtenga beneficios del millón y ochocientos mil euros gastados al efecto. Lo que se puede contar —según consultamos hemerotecas digitales diversas— es que la ópera prima del director y guionista Sidney Sibilia consiguió un honroso puesto entre las cincuenta películas más rentables en la cartelera italiana del año 2014. Además del éxito suficiente para rodar dos secuelas posteriores, estrenadas en 2017: Smetto quando voglio: Masterclass y Smetto quando voglio: Ad honorem. Es aventurado vaticinar si la versión española estrenada en 2019 —de título alternativo por una sola vocal y modo subjuntivo mediante— Lo dejo cuando quiera, tendrá también sus siguientes episodios. Pero visto el despegue comercial de la misma no es tan difícil adivinarlo.
Es divertido que se aprecien los fusilamientos a tramas propias de series famosas en televisión como Breaking Bad, The Big Bang Theory, Los siete magníficos —sí, la de John Sturges— e incluso el clásico de Hawks Bola de fuego, ya que son siete lumbreras igual que los siete sabios que apadrinaba Barbara Stanwyck. También a modismos de cineastas como Guy Ritchie por el colegueo de los personajes o la introducción de mafiosos. Pero lo que más destaca es cierta inoperancia en el punto de partida, que comienza con una secuencia futura del atraco a una farmacia que podría resultar un buen enganche argumental pero queda olvidada en el transcurso del metraje, aunque resuelta posteriormente.
El film funciona con su crítica social, tan certera como reiterativa, sobre una generación de licenciados que deben olvidar su vocación universitaria en pos de un trabajo más precario pero —al menos— remunerado. Consigue la carcajada en secuencias concretas como la de una entrevista para trabajar de operario en la que el candidato se presenta como ex presidiario, conflictivo y casi analfabeto, pero que se delata por un formalismo legal que descubre el empresario lo cual le hace perder el futuro puesto de trabajo. O algunos momentos histriónicos que recuerdan difusamente los buenos tiempos de la comedia italiana de posguerra.
El producto resulta un paquete bien envuelto con todos los tics formales posibles como son ralentizados visuales que subrayan una comicidad inane. Planos generales tomados por cámaras en drones. Un uso de los colores saturados y fluorescentes que parecen más adecuados a los decorados de cualquier programa de la Disney Channel. El reclamo de rostros muy conocidos en la televisión de allí, que aquí lógicamente, apenas nos suenan, más esa banda sonora repleta de temas pop y rock ingleses o norteamericanos que se habrán llevado por delante la mitad del presupuesto. Una producción que no hace daño, atesora más estilo que otras contemporáneas por no usar apenas un humor escatológico que no se echa de menos tampoco. Aunque la conformidad, falta de inventiva y valentía le quiten gracia al producto.