Hacia mitad de los noventa comenzó el boom de los films de terror adolescente autoconscientes de los grandes referentes. Entre Wes Craven y Kevin Williamson crearon jurisprudencia para todas esas películas en las que sus personajes habían pasado horas y horas en la sección de terror del videoclub, a sabiendas de que su público, o ya eran expertos en todo lo que ofrecieron los 70 y 80, o eran más ‹teenagers› que sus protagonistas y estaban dispuestos a tomar nota de lo prometedor que había sido el pasado. Sí, la etapa noventera del cine de terror está marcada por Scream, saga a la que siguieron con mejor o peor fortuna Sé lo que hicisteis el último verano y esa a la que hoy seguimos de cerca, Leyenda urbana, que como en los títulos anteriores no da espacio para dudas y sí, regenera el slasher a través de leyendas urbanas de ayer, hoy y siempre.
Leyenda urbana, película del aussie Jamie Blanks, que hizo el recorrido a la inversa empezando a dirigir en Estados Unidos para luego volver a casa (aún debemos meditar si se le perdona que hiciera un remake para Largo fin de semana). De lo bueno, lo mejor. Era 1998, y en pleno boom de la llamada a adolescentes a ver terror frente a la gran pantalla, la película se decide por reproducir en una misma película todas esas historias creadas de la nada que siempre han servido para generar la alerta, o para contar linterna en mano como historia de horror y cumbayá.
Aquí entra la clave del éxito de la cinefilia generada en masa: la elecciones acertadas. Un grupo de actores que empiezan a ser conocidos y son atractivos, música pop, chistes y referencias fácilmente reconocibles en la época, y un asesino en la sombra que permite acusar a todo bicho viviente que se pone frente a la cámara como posible culpable —la felicidad absoluta del ‹j’accuse› desde los cinco primeros minutos sin atinar—.
Con una escena inicial que ya promete, rompiendo la idea de chica perfecta y muerte inesperada con el previo cúmulo de torpezas básicas y la muchacha cantando como un gato asfixiado, pasamos al grupo de universitarios con roles hipermarcados que estudian eso de las creencias populares mientras se debaten entre creer o no sobre la existencia del asesino que convierte en realidad los mitos más terroríficos. Entre conversaciones desafiantes (y tontas, claro) encontramos esos guiños imprescindibles, como la presencia de Robert Englund en un rol nuevo, Joshua Jackson que encuentra en la radio de su coche la sintonía de Dawson Crece o Rebecca Gayheart y el gag sobre su anuncio de cremas antiacné. Ver las historietas con las que te querían asustar tanto tu abuela como tus amigos hechas realidad siempre son un plus (soy muy fan de las leyendas urbanas) y ese punto cutre-excelsior de la película es para aplaudir sin parar, siempre teniendo en cuenta a lo que nos enfrentamos, una película preparada para ser una saga decadente, para divertir con su estilo fanfarrón que convive a la perfección con el susto rápido o la sangre excesiva, consciente de vivir de las ideas de otros que retroalimentan el culto y que son solo unos primeros pasos para la mitomanía con la que convivimos hoy en día. Una nueva generación de scream queens, final girls —hay que mantener los cánones del slasher y una mujer es observadora y víctima de todo mal— y machirulos monos dispuestos a ser los salvadores, o los culpables, o los pringados —depende de la escena—.
Se le pueden sacar muchos defectos a Leyenda urbana, pero aunque el pronóstico era ser una película con la que rellenar estanterías de videoclubs para luego olvidar, su espíritu se mantiene en el recuerdo con mucho más estilo que los cientos de subproductos que plagan la cartelera actual (por algo es nuestra alternativa a Slender Man) y sirve de paso para marcarse un «¿qué fue de…?» recordando a ídolos adolescentes pasados. Rápida, aguda y noventera. De verdad que no se necesita más para disfrutar que un homenaje al slasher… con leyendas urbanas.