Leviathan suena a buque ruso maldito. Eso es algo que lo sabía hasta George Pan Cosmatos a finales de los 80, información que le sirvió para pasar a la sci-fi bajo el agua tras su celebrada (y denostada a partes iguales, para qué engañarnos, la envidia es muy mala) Cobra, el brazo fuerte de la ley. No era la primera vez que Cosmatos enfrentaba al gran público a bichos indómitos y asquerosillos, yo al menos no olvido su ‹home invasion› en modo rata que nos descubrió en De origen desconocido. Y tampoco era la primera vez que confiaba en Peter Weller, el inagotable Robocop, para dirigir una lucha infernal con la especie invasora de turno.
Leviathan. El demonio del abismo tiene todo lo indispensable para fantasear con naves espaciales, universos desconocidos y grandes hazañas para el avance de la humanidad. Al menos los primeros minutos invitan a ello si obviamos su gran privilegio: la oscuridad viene de la mano de la profundidad oceánica, muy lejos de cualquier desconocido planeta por descubrir, y los protagonistas poco tienen de entrenamiento interestelar (aunque una de ellas cita su preparación para ser astronauta), son mineros alimentando su propia fiebre del oro. Sí, todos los botones que Weller pulsa, todas las pantallas mostrando biorritmos alterados, todos los gráficos que plagan las paredes nos invitan a pensar en ciencia-ficción de ‹high-level›, el recurso definitivo para engancharnos a lo que promete ser una vuelta de tuerca a todas esas historias de altos vuelos.
Arriba o abajo, eso poco importa cuando se sigue el patrón de grupo de personas totalmente dispares que deben trabajar en equipo confinados en un espacio reducido sin posibilidad de salir para tomar algo de “aire libre”, un ambiente en el que siempre se puede estirar el ingenio a base de guión y frases para el recuerdo, algo que sin duda sucede en Leviathan. Cosmatos utiliza los parámetros básicos y los intenta reinventar suministrando una historia potente para justificar que algo malo aceche a estos trabajadores.
Unas cuantas personalidades llamativas, algún que otro engaño en cuanto al peligro latente y un estallido de acción cuando la situación lo requería nos lleva a pensar en Leviathan. El demonio del abismo como un gran descubrimiento en esto de los peligros bajo el agua. Muertes espectaculares, amasijos humanos —Richard Stanley parece homenajear la idea en Color Out of Space—, maquetas de monstruos repletas de encanto y un gran paripé tecnológico que siempre subraya la autoparodia hiperconcienciada nos trae algo de diversión, miedo y asco que nos maneja a su antojo.
Todos respetamos películas como Abyss, prima hermana de Leviathan, editada el mismo año y lanzada a un estrellato que no conoció la de Cosmatos, pero parece una necesidad que ambas coexistan y que, a su modo, nos hablen de los peligros ante lo desconocido, adelantando por la derecha en cuanto a ideales Cosmatos, permitiendo que se insinúe que la mano del hombre es siempre lo peor que le puede pasar a la humanidad.
Un final espectacular y esperpéntico a partes iguales se convierte en el colofón ideal para Leviathan. El demonio del abismo, punto donde convergen todas las historias en las que un héroe tiene que demostrar lo que de verdad importa, multiplicado por mil y con inteligencia emocional cero. La perfección convertida en entretenimiento absoluto para todos aquellos que disfruten con el caos.