Cuando se retrata el amor en la madurez, se hace con un sosiego y una entrega que cualquier pasión irrefrenable jamás podría reflejar. En el cine se encuentran historias tremendamente enriquecedoras, no solo por el hecho de describir el amor como compañía y el afecto como ternura, también encontramos a actores experimentados, con una larga vida frente a las cámaras que contiene una sabiduría en el empleo de sus gestos que nadie más podría dar.
Cuando se habla de ese amor tan trabajado en el tiempo, se encuentran otras trabas para que el conflicto en el drama sea posible. Y ciertamente, no hay lucha de amantes más poderosa que el malogrado alzheimer. Una enfermedad que difumina los recuerdos, y con ellos la personalidad del que la padece implica grandes muestras de amor por parte de quien acompaña a esa persona, y poco a poco, se convierte en tema recurrente en este pequeño círculo de amantes maduros.
Sarah Polley debutó como directora adaptando uno de los relatos cortos de Alice Munro titulado The Bear Came Over the Mountain, que ella reinterpretó como Away From Her. Un reto importante para una debutante, que en vez de fijarse en esos primeros años de vida de amores imposibles —punto de partida de muchos directores—, quiso acercar su mirada a una experiencia no vivida, reposada y tremendamente sentimental.
Por aquellos años, Polley había trabajado como protagonista de dos de las películas más importantes en la carrera de Isabel Coixet, Mi vida sin mí y La vida secreta de las palabras, películas en las que se trataba el amor y la enfermedad con una mirada ajena al miedo, aceptando lo terrible y lo agradable de cada momento. No se puede negar la influencia de estos papeles en la creación del personaje de Fiona, donde Julie Christie confirma su poder de convicción desmontando a la dama que va olvidando su esencia. Por contra son los ojos de Grant, que interpreta Gordon Pinsent, los que remodelan la figura del amor, la enfermedad y la espera.
El aprendizaje de Grant y la reconversión de Fiona son parte de una reconstrucción del amor, de su infinita capacidad de adaptación cuando se admite algo tan definitivo y destructor como el alzheimer, sin necesidad de utilizar la enfermedad como una causa negativa, y sí como un paso en la vida que consigue corregir los lazos que les unen.
Sarah Polley comienza una historia en la que no podemos imaginar que la separación física sea una posibilidad. Cuando las esperanzas se desvanecen ante la fuerte y decisiva intención de Fiona por aceptar lo que ocurre, la directora decide cambiar su registro: nos lleva al desorden, incentiva el recuerdo y adapta a las fases de esta enfermedad su forma de narrar los acontecimientos. Por cierta nostalgia, es imposible no caer rendido ante esta entrega absoluta y ajena a intenciones que ambos ofrecen en distintas direcciones y por distintos motivos. Ya no es tan fuerte la tristeza que produce la situación como el hecho de contemplar las formas de expresar los sentimientos de estos dos amantes que, tras una vida juntos que se intuye que no siempre fue idílica, todavía tienen mucho que compartir y defender (desde el conocimiento y su ausencia) para confirmar el verdadero amor, el que una vez desgastado sigue aferrando a las personas por pura necesidad.
Hay una escena en la que Fiona y Grant bailan Harvest Moon de Neil Young, esa canción que dice «porque sigo enamorado de ti, quiero volver a verte bailar», un tema al que recurre más tarde Grant, citando como parte de Letters of Iceland que bailar es algo que nunca se olvida. Con muy poco, Sarah Polley es capaz de cerrar sus propios círculos, en una película donde el sosiego y la contención de todo lo que ocurre empasta con las luminosas estancias del encierro y la lágrima a punto de correr por las mejillas mientras ambos se confiesan en silencio los secretos de toda una vida juntos.
Contenida pero emotiva, Lejos de ella es un trago amargo lleno de flores amarillas.