Coreografías dignas de Humor amarillo, interpretaciones de vodevil, situaciones cuyo cometido parece deslizarse incluso más allá de las intenciones (?) de un título como el que nos ocupa, unas caracterizaciones que bien podrían rememorar una cumbre de la caspa como El chavo del ocho, y hasta momentos del musical más tronado y fuera de lugar —que recuerdan, si bien no en resultados, sí en disonancia, a los de la ineludible Mary Poppins, Goodbye—. En efecto, con Las locas aventuras de Batman y Robin estamos ante una de esas llamadas películas malas: el film de Tony Y. Reyes —a rebufo, claro, del Batman de Tim Burton, y con este y el indiscutible clásico dirigido por Leslie H. Martinson a mediados de los 60 protagonizado por los emblemáticos Adam West y Burt Ward (no ha habido Batman y Robin mejores, ni los habrá) como principales referentes— es uno de esos en cuya cutrez podría residir su, digamos, encanto, si no fuera por un desbarre que no quiere ni comprende la semántica del universo a abordar —ni desde los códigos de Batman (1966), ni ya digamos desde los de la obra de Burton—, pasándose por el mismísimo forro unos preceptos que elude desde la fagocitación de un espacio al que no pretende rendir cuentas. Obvio, podría pensar cualquiera, especialmente estando ante un ‹exploit› puro y duro que va a lo que va, pero tan cierto como que ese dislate no cede a un descontrol que hubiera sido, por otra parte, lógico.
En definitiva, Las locas aventuras de Batman y Robin es uno de esos títulos que, ante las escasas aptitudes mostradas, bien podría apelar a retozar en el fango —que, no nos engañemos, también lo hace— y a desatar un carácter lúdico que poco tiene que ver con el mundo que revisita —el de ese cómic al cual, eso sí, alude dejando entrever cierta vena fan—, pero por contra termina arrojando una extrañeza impropia; no tanto porque no sea una propuesta impregnada de esa abyección que todo buen chorro de mugre debería ostentar, sino más bien por el hecho de desmarcarse de modo anómalo de la naturaleza de este tipo de films, pues Las aventuras de Batman y Robin parece encontrar, para sorpresa del espectador, una vía disruptiva, como si realmente quisiese narrar un relato tras de sí —por zafio, manido y machista que pueda ser—, y ante esa tesitura olvidase una condición que no revoca —basta con ver a Batman bajarse las mallas cuando la periodista a cuyo amor apela le pide si se puede quitar la máscara—, pero cuanto menos mitiga incluso en secuencias demenciales —ojo a esa balada entre Robin y su conquista, como su estuviésemos ante una suerte de Love Story— que hay que saber valorar o, directamente, intentar ver hasta su mismísima conclusión.
Todo un ejercicio de innegable voluntad que, cuanto menos, no se topa con medias tintas o minutos de relleno —también los hay, pero a su tierna manera de rellenar la trama, como ese arranque de rivalidades universitarias que podría retrotraernos a cualquier título ochentero de ese estilo, aunque con su deje casposo, claro está— que puedan devenir en bostezos, una cualidad (?) muy a tener en cuenta, en especial ante piezas que comúnmente caen en el error de estirar hasta la extenuación gracias y clichés cuyo interés es, más que escaso, nulo.
Así, Las locas aventuras de Batman y Robin se sostiene como una de esas cumbres de la cochambre que, en su terreno, deviene incluso en ‹rara avis› al compaginar aquello que bien pudiera ser incontestable: más allá de la histérica risa de ese Joker de saldo, de las inverosímiles piezas musicales que emergen incluso en mitad de atracos, de los conatos de Batman y Robin por ligar sin pudor alguno incluso si ello conlleva desvelar su identidad (en el caso de El Chico Maravilla) o de los aromáticos planes de huida del presidio de Joker y Pingüino (bautizado para la ocasión como “Chu-Pingüino” por su homólogo criminal, por aquello de no acaecer mero calco del referente directo), la cinta sobresale como una aberrante y magnética experiencia —aunque su magnetismo lo provea el desconcierto que genera— que ningún fan del superhéroe de DC debería perderse; o, mejor dicho, ningún cinéfago en cuestión.
Larga vida a la nueva carne.