La trayectoria como cineasta de Dennis Hopper fue tan irregular como coherente. Su personalidad atormentada propia de un rebelde con causa quedó reflejada en sus criaturas. Filmes totalmente alejados de los estándares de Hollywood. Pocos pero intensos. Y no exentos de dificultades para llevarlos a cabo. Un cine a contracorriente, tosco y estrafalario condenado al fracaso comercial. Así en 1990, después de haber tenido que firmar bajo pseudónimo su anterior película rodada en compañía de Jodie Foster (la inclasificable Camino de retorno), Hopper decidió sacar adelante un proyecto muy interesante. Se trataba de volver a mirar hacia el pasado, hacia ese cine extinguido que había pasado de moda para los magnates del cine americano de los 80 y los 90. Una película de cine negro a la vieja usanza protagonizada por personajes retorcidos con muchas muescas que esconder bajo su disfraz de aparente normalidad. Con una trama localizada en uno de esos pueblos de la América profunda donde parece que nunca pasa nada, donde la única alternativa para divertirse es ver la televisión o tener sexo con el vecino a escondidas de las miradas inquisidoras de los puritanos. Liderada por uno de esos rostros que absorbía el aroma de los antihéroes del noir de los cuarenta, puesto que Don Johnson, que por aquel entonces había dejado tras de sí el rastro del papel que marcaría su vida en la mítica Miami Vice, conservaba ese aspecto de los Robert Mitchum y Burt Lancaster de Retorno al pasado y Forajidos. Un Johnson que tuvo la suerte de verse acompañado por dos bellezas que rivalizaban por su presencia y goce sexual: una vampiresa rubia con alma de femme fatale con el rostro de la guapísima Virginia Madsen y una jovencísima y angelical Jennifer Connelly que para nada desmerecía.
Y el experimentó le salió redondo al bueno de Hopper. Puesto que Labios ardientes se eleva como una de las últimas muestras de cine negro puro. De sabor añejo y con solera. En una especie de refundación y puesta al día de los esquemas y clichés que hicieron grande al género. Un lavado de cara que sitúa un argumento muy años cuarenta en una historia totalmente influenciada por la estética, la modernidad y la forma de hacer cine de los años ochenta. Tanto es así que en ciertos aspectos la película recuerda en su atmósfera a la Sangre fácil de los Coen, otro de esos últimos noir al más puro estilo clásico.
La trama en este caso puede parecer la mar de trillada. Nos contará la historia de un hombre solitario y misterioso llamado Harry Madox (Don Johnson) que por un avatar del destino aterrizará en un pequeño pueblo rural situado en las profundidades de Texas. Uno de esos parajes de los que la gente parece huir más que llegar. Sin duda algo turbio esconde este enigmático personaje. ¿Qué puede llevar sino la huida de algún oscuro pasado a Harry a un pueblo como ese? Nada más llegar, Harry mostrará sus dotes para las relaciones públicas logrando un empleo como vendedor de coches en la empresa de mala muerte regentada por un viejo borracho al que su negocio parece importarle menos que un escupitajo en la cara. Allí Harry conocerá a la encargada de la administración y reclamación de impagados, una joven tierna que parece no haber roto nunca un plato llamada Gloria (Jennifer Connelly) por la que Harry se mostrará ferozmente atraído. Gloria parece estar cohibida por un vago que rehúsa a hacer frente al pago de su deuda y que parece tener alguna prueba que coarta la libertad de la bella administrativa. Y para echar más leña al fuego, la tranquilidad que parece reinar en el ambiente se verá enturbiada cuando haga acto de aparición la bella y joven esposa del jefe, una rubia de tórrido pasado llamada Dolly (Virginia Madsen), que súbitamente mostrará una atracción enfermiza y sexual hacia el empleado de su marido. Sin embargo Harry no será ese honesto y decente ciudadano que aparenta, pues su arribo al pueblo obedece en realidad a la intención de robar el banco del pueblo regentado por un lascivo y pervertido banquero morador habitual de locales de alterne. Para ello, urdirá un plan que le permita conseguir una coartada perfecta, pero todo se verá complicado con una serie de subtramas en las que el chantaje, las falsas apariencias y los pecados del pasado harán acto de presencia en todos y cada uno de los intrigantes personajes que rodearán a Harry.
Lo que más me gusta de una película como Labios ardientes es su inquebrantable fidelidad a unas normas que seguramente iban a causar su estrepitoso fracaso. Dennis Hopper siguió a rajatabla los dictados y patrones arquetípicos del cine negro más radical y extremo, maquillando su envoltorio con una puesta en escena caldeada, caliente y humeante que acalora el ambiente. Salpicando de sexo y pasión la fragancia de un film que busca más la elegancia de lo insinuante que lo pornográfico inherente a lo explícito. La película cuenta como una de sus bazas lo atmosférico de su embalaje. Hopper dio muestras de su talento para la recreación de espacios asfixiantes y malsanos con muy pocos recursos, atrayendo hacia su terreno los esquemas más repetidos del género. La del hombre solitario de oscuro pasado atrapado entre dos mujeres de humores divergentes, la angelical Gloria que representa el amor y el buen camino (aunque ojo, a veces los ángeles no son lo que aparentan ser) y la pérfida y manipuladora Dolly que evocará el peligro y esa manzana que integra en su interior el pecado por el que todos sentimos atracción. La de un plan perfecto, con atraco al banco de la ciudad incluido y planificación de una coartada sin posibilidad de fallo, que acabará desembocando en un embrollo imperfecto, en un laberinto del que resultará complicado salir indemne. Esos chantajes que surgirán por sorpresa y del lado que menos esperamos. Toda una galería de personajes peculiares que dan lustre al desarrollo de la historia, con la inexcusable presencia del vicioso banquero, del ambiguo chantajista, de ese marido viejo y cansado del que la rubia de turno quiere desembarazarse, de esos policías que no atinan en la diana, de un testigo ciego que ve más que los que no necesitan gafas… Y todo ello regado con las necesarias gotas de sexo, suspense y pintura de esa vida cotidiana amoral y turbia presente en esos pueblos representativos de la idiosincrasia estadounidense.
Asimismo me encanta como Hopper engatusa al espectador. Dotando a su película con un tempo lento y pausado. De modo que a medida que los minutos van pasando parece que no ha sucedido realmente nada. A fuego muy lento. Dejando que los posos reposen en el fondo del vaso de café. Con tranquilidad, quizás demasiada. Algo que puede espantar a quien busque una cinta trepidante en la que sucedan muchas cosas, pues aquí resultará todo lo contrario. Las subtramas criminales brillan por su ausencia. A Hopper le interesa más exhibir el ambiente y los trazos de indecencia que rezuman de lo fingidamente limpio y aseado. Así, descubriremos poco a poco que algo impúdico marca a los protagonistas. Todos disimulan algo. Nadie muestra sus cartas sin miedo a ser cazados. Las tramas se irán cruzando como en toda buena cinta de ‹short cuts› sin que seamos conscientes de ello haciendo salir a la luz los secretos enterrados en el barro. El calor y ese verano irrespirable irán empapando la pantalla. Con sudor y escamas. Amenizando el sofoco con unas maravillosas melodías de blues marca de la casa John Lee Hooker, tejiendo una red invisible. Como en las buenas pelis de cine negro, el suspense caerá con cuentagotas en paralelo a la revelación de la psicología de unos personajes egoístas, mezquinos e individualistas que solo buscan su propio bienestar y beneficio a costa de pisar y quebrantar a sus semejantes.
Una cinta que por tanto ofrece diversas capas y dos posibles lecturas. La del último intento de reverdecer las simientes del cine negro más inmaculado exento de potenciadores de sabor, y la de pretender echar una ojeada a esa avaricia y violencia consustancial al alma americana, a ese americano medio lascivo, codicioso e interesado que se siente muy a gusto jugando al chantaje y a la perdición. Puesto que eso es fundamentalmente Labios ardientes, un cuadro ‹Hopperiano› de la América profunda y blanca infectada de virus y contradicciones. Una excelente muestra de esos últimos conatos de cine negro no exentos de una cierta sátira gracias a la inyección por parte de su creador de un humor muy negro y corrosivo, repleto de ironía e inteligencia. Agraciada por un trío de actores que cumplen a la perfección con su cometido, sobresaliendo un espectacular Don Johnson que supo moverse como pez en el agua en un papel que le encajaba como un guante, dando muestras de poseer ese carisma solo al alcance de los galanes del Hollywood dorado. Sin duda una película que hace gala de todas las virtudes y también defectos del cine de uno de los últimos outsiders del cine estadounidense: el inimitable Dennis Hopper.
Todo modo de amor al cine.
Veré la peli gracias