Fernando Fernán Gómez era ya a finales de los años cincuenta una de las figuras más reconocibles y representativas de la cultura española, no solo por sus apariciones como actor en toda una serie de películas de diferente factura, siempre tocadas con cierto encanto resultando especialmente destacables las moldeadas bajo la batuta de directores tan emblemáticos como Edgar Neville, Rafael Gil, Antonio del Amo, José Antonio Nieves Conde o José Luis Sáenz de Heredia, sino que igualmente había destacado como un brillante guionista, escritor y literato, facetas que cultivó a lo largo de su impecable carrera. Asimismo ya había dado el salto encaminado a la dirección de largometrajes en un principio con la colaboración de Luis María Delgado en la comedia oculta El manicomio (con guion y protagonismo del propio Fernán Gómez), elevando el nivel unos años después con el primer gran éxito de crítica y público cosechado con El malvado Carabel. En esta obra, adaptación de una novela del gallego Wenceslao Fernández Flórez, ya aparecían reflejadas algunas de las características de su cine, siempre indagando en la psicología de una clase media patria sumida en el desconcierto y la tragedia reflejo de la oscuridad imperante en la España franquista, empleando las herramientas de la comedia para alcanzar las fronteras del cine de denuncia basado en una ironía siempre inteligente fiel a los principios de un genio del arte cinematográfico.
En este sentido discurrió su siguiente proyecto: La vida por delante, una en principio simpática y ligera comedia centrada en las desventuras de una pareja de recién casados, el abogado Antonio Redondo (Fernando) y la médico Josefina Castro (interpretada por la pareja de aquél entonces de Fernán Gómez, la hispano-argentina Analía Gadé) con sus diferentes avatares familiares, laborales y conyugales, especialmente con esas infranqueables barreras que deberán salvar para poder adquirir una vivienda digna. Y es que argumentalmente la película va de eso, de la narración por el propio Antonio Redondo -quien se convertirá en una especie de juglar que mirará directamente a la cámara para contar al espectador su vida con pelos y señales a través de diversos flashback a lo Woody Allen- de sus alegrías, penas y fracasos. Sobre todo fracasos, en primer lugar como estudiante de Derecho en la Complutense, castigado a ser un mediocre picapleitos por su vaguería innata. En segundo como marido, tras haber conquistado el corazón de la estudiante de medicina Josefina, perteneciente a una acomodada familia de la burguesía madrileña que mandó a su única hija a estudiar aún a sabiendas que una mujer no tenía perspectivas de prosperar laboralmente en la machista sociedad española de esos años. Y finalmente como trabajador, pasando por diferentes oficios (abogado, actor, animador, profesor de un instituto de señoritas y nuevamente abogado enchufado por los contactos familiares) con más pena que gloria, sancionado por su excesiva bondad e inocencia, puntos que chocaban con el egoísmo y la falta de escrúpulos que se precisaba en la España de la dictadura para prosperar en un ambiente repleto de enchufados, lameculos y trepas que fagocitaban cualquier conducta llevada a cabo sin más aspiración que vivir sin hacer daño a nadie.
Este es el resumen, a grandes rasgos, de la sinopsis ideada por Fernán Gómez. Pero, no se dejen engañar por ello, ni tampoco por la levedad que se deja sentir en ciertos pasajes del film, hecho que creo se debió más a los miedos a las tijeras de los censores que a otra cosa. Puesto que La vida por delante emerge como un retrato muy ácido y gris de la España de los años cincuenta explicando con todo lujo de detalles las miserias y penurias que estrujaban los anhelos de prosperidad y libertad de una juventud que vivía en una irrealidad constante, torturada por la falta de autonomía, de esperanzas y de expectativas dentro de una nación opaca, lúgubre y sombría que no dejaba ningún tipo de margen a la genialidad ni al debate. Un país repleto de sombras con pájaros en la cabeza, que vivía de ilusiones más que de realidades, genialmente retratado ello en esa escena en la que un inmobiliario dibuja los rincones de una casa imaginaria que tan solo existe en la un mundo externo y fantástico alejado de los escombros y lodos que atraviesan las desoladas calles de ese Madrid pícaro, sin alma y taciturno que será fotografiado por Fernán Gómez de un modo portentoso, exhibiendo las calles sin asfalto enfangadas por la lluvia, también esos solares vacíos que tienen por vecinas viviendas en estado de ruina e igualmente esas avenidas desangeladas moradas por viandantes carentes de brío y empuje, sino empujados hacia un callejón sin salida por parte de una mano invisible que atenazaba los pasos de esos jóvenes para los que no había más que pesadumbre en el horizonte.
Uno de los puntos que más me fascinan del film es su envoltorio visual. Fernán Gómez fue capaz de construir una comedia costumbrista muy tierna y divertida mediante la puesta en práctica de una serie de técnicas experimentales que incluyen esa narración directa con el espectador desde el punto de vista del desdichado protagonista Antonio Redondo, igualmente esos ya mencionados flashback utilizados por el autor de El viaje a ninguna parte con mucha sutileza y armonía, algún que otro guiño a Rashomon contando desde diferentes puntos de vista una situación (el accidente de tráfico en el que se verá envuelta Josefina en los compases finales del film) que finalmente nunca sabremos como sucedió realmente y finalmente la inclusión de unos divertidos rebobinados muy al estilo de la posterior ‹nouvelle vague› francesa con la finalidad de hacer explotar la carcajada en el público a través de la narración de un testigo aquejado de tartamudez, que hace detener la escena cada vez que se atranca, con el rostro de Pepe Isbert quien realizó un pequeño e hilarante cameo de efectos inolvidables en la memoria.
Otro es su apuesta por reflejar la vida cotidiana apostando por los dogmas de la escuela neorrealista, puesto que a lo largo del desarrollo de la película se siente el amor que Fernán Gómez profesaba por el cine italiano. Pues La vida por delante absorbe los paradigmas más típicos de la comedia italiana de los años cincuenta (la de Monicelli, Risi o el primer Fellini), es más estoy seguro que si un extranjero visualizara la cinta sin pistas acerca de su procedencia la catalogaría como italiana. Su ironía, su manera desenfadada de observar a los personajes, ese paisaje en blanco y negro de un país destrozado tanto económica como moralmente, el histrionismo que empapa las interpretaciones de los actores -siempre muy exageradas- y especialmente la amargura y pesar que se advierte en los encuadres ideados por el maestro Fernando así lo atestigua.
Y finalmente ese reto que supone emplear la sátira en el contorno de la comedia. Y es que la misma se adivina en el espíritu que se ve y sobre todo en el que no se deja ver. En esa sociedad alienada que vive en un universo de sueños convertidos en pesadilla. En ese relato tan caustico como realista de ese ciudadano ejemplar sin derecho a quejarse por los infortunios que le impiden conquistar sus anhelos, ya sean estos los de hallar un trabajo con el que subsistir o comprar un piso donde formar una familia. Esa destrucción del castillo ligado a los deseos de la juventud demolido por la escasa independencia y por las innumerables desgracias que espera a quien no tiene padrino o ambición…
Pero lo que hace grande a esta cinta es su tonalidad atemporal. Su modernidad consuetudinaria. Ya que los rostros en blanco y negro de Antonio y Josefina se me antojan cercanos, muy similares a los de cualquier pareja que tenga en estos momentos las mismas aspiraciones y pretensiones que la pareja protagonista del film con esos mismos problemas laborales y de vivienda que nos lastra el futuro encerrados en 30 metros cuadrados. También esos destellos que señalan a una España machista que no ofrece oportunidades a esas mujeres que aspiran a ser más que un simple florero. Y esa verdad imperecedera que no es otra que el fracaso que abraza a esos perdedores que no sacan el cuchillo para clavarlo por la espalda a amigos o familiares, sino que simplemente ven pasar la vida en silencio con la esperanza de que aún tienen la vida por delante, hasta que se dan cuenta que la vida ha pasado a estar alrededor (por cierto, título de la magnífica secuela que acompaña a este díptico magistral del cine español).
Para culminar no puedo dejar inadvertido el magnífico elenco de actores que engalanan el producto con su simple presencia. A los protagonistas Fernán Gómez y Analía Gadé se unirán el ya mencionado Pepe Isbert, un joven Manuel Alexandre (fiel compañero de Fernán Gómez durante toda su carrera, aquí en un papel secundario que recuerda a ese Mastroianni de La Dolce Vita, aún cuando Fellini todavía no había estrenado su obra maestra), una inspirada Gracita Morales en el papel de la empollona que se sabe de memoria las lecciones impartidas por el imberbe maestro Antonio Redondo, la mítica Rafaela Aparicio como esa sirvienta que interpretó en infinidad de ocasiones y otros nombres secundarios del cine español tan importantes como Rafael Bardem, Francisco Bernal, Xan das Bolas, Félix de Pomés y finalmente la madre del director Carola Fernán-Gómez.
Todos estos ingredientes convierten a La vida alrededor en una de las más incisivas y audaces comedias del cine español de los cincuenta que merece sin duda un mayor y mejor reconocimiento, no solo como una de las obras primerizas de uno de lo genios de nuestro cine como fue y es Fernando Fernán Gómez sino como una pieza de arte y ensayo que dibuja un retrato muy en negro a la vez que realista de la triste realidad que aún nos acompaña.
Todo modo de amor al cine.